Fátima Aranda

Pesa el tiempo

El pecho se afloja. Quedan colgando las extremidades lasas,

sin fuerza, pendiendo sólo del raído hilo gris que deshilacha

la poca resistencia que de voluntad queda. Se hunde, respira, deja de inhalar,

boquea, se abandona. No intenta ya ni poner freno a la nube opaca

y polvorienta que le embarga el tórax. Se contrae el pulmón,

dejándose embargar por el hastiado ritmo cansino

de la respiración entrecortada, intermitente, casi sorda.

Despierta, se recompone, trata de resarcirse,

pero cierra de nuevo los ojos, adormilados por la falta de aire,

que protegen la vista cansada e impotente de observar millones de veces

la misma escena manida. Levanta la mano y tira de la comisura de los labios,

que se resiste a dejarse caer, se rebela, lucha, pero cesa.

El aire zigzagueante que entra pesa demasiado para elevarla

y se desploma, derribando en su caída unos párpados cansados, extenuados,

agotados de resistir joviales a la misma sensación en bucle ya conocida.

Pesa el cuerpo, la sangre, el tiempo pesa. Pesan los gramos de piel,

huesos y cartílagos que tratan de enfrentar el frontal cañón de viento salado

de la decepción continua. El cuerpo pesa. Quiere dejarse llevar, desistir, ceder,

pero se percata, cae en la cuenta. Se levanta del sillón donde se ha hundido.

Se sacude el hastío, los ácaros del cinismo, se despeja.

Se atusa el resiliente escudo verde plomizo de las derrotas.

Levanta el mentón de la dignidad fingida. Se disfraza de ataraxia

y sale a la calle renovado, preparado para una nueva muerte

por alzamiento de esperanzas trémulas.