Alberto Escobar

Esa ciega que va por ahí...

 

La florista ciega de Pompeya. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Corría la lava incandescente calle abajo.
Nydia, que así la llamaban, pintaba en su rostro
todo el horror que cabe en este mundo, las paredes,
los encalados de los techos y el artesonado lujoso
y bien contorneado que desde antaño envidia
de extranjeros y vecinos se rendía al fuego, desleídos
en la química fragorosa que contenía ese luctuoso río.
Las azucenas que restaban en su mano derecha en aquel
momento fatídico se dejaron caer, inmisericorde infierno
que mordía también de su clámide y alpargatas, ya gastadas
de tanta pujanza y tan poco pecunio.
Se resistía, lloraba la indiferencia de un despavorido gentío
más preocupado por ganar sus hogares que de otra cuestión
por humanitaria que esta fuera. Se apoyaba en la columnata
del pórtico, que acudió cual cobijo a su auxilio, y allí halló 
momentánea tregua a su sufrimiento.
La ciudad rugía de desesperación —homosexual el último
decían los más desvergonzados. 
El destino le granjeo finalmente la suerte que en primera 
instancia parecía darle la espalda porque bajo la techumbre
amiga permaneció incólume, como si una crisálida hubiera 
decidido, en contra del curso de la naturaleza, posponer arrogante
la salida a este mundo, tal hostil e inhóspito en ese preciso momento. 
Tras el fin del dantesco vómito despertó, continuó el lloro 
en el punto donde fue interrumpido y emprendió un andar 
huidizo, a ninguna parte, porque sus referencias arquitectónicas
de costumbre cayeron calcinadas a un empedrado ya desdibujado
por el rigor del fuego. 
Fue la única superviviente ilustre, al decir de la crónica.