La madre se desmaya.
Un trozo de su ser se desvanece...
Una muerte anunciada.
Consentida, saludada por una multitud
esclerotizada por el fanatismo.
Una multitud que bala los pronunciamientos
de los poderes dominantes —dos reyes
no caben en un mismo trono—, que grita
la hecatombe, el descendimiento del hombre.
María de Magdala sostiene el dolor inmenso
de una madre que cierra a la imagen los ojos,
José de Arimatea espera en la retaguardia
el desencadenarse de los acontecimientos,
desdobla el sudario para que contenga impreso
la huella de sangre del sufrimiento,
un sufrimiento que será la espiga y la lágrima
de granada que prenda la mecha de la fe.
Exangüe, el verbo abandona su privilegiada
posición en la recta singladura de la oración,
se prepara para la venida definitiva,
para forjar cuadrilonga la primera piedra
que el Pétreo discípulo instalará a puro martillo
sobre cimientos que aún hoy perduran.
Se arroyan las lágrimas, surcos sobre el rostro,
lágrimas que desconocen la epifanía subsiguiente,
la manifestación definitiva y triunfal, Parusía.
El mundo siente resquebrajar sus bajos,
gigante con pies de barro...