En la soledad de los abrojos incendiados
o en la perpetua inacción de los cúmulos de nubes sigilosas
donde se petrifican las vestales de ignorancia acumulada
y se masturban grandes ciclos de pensadores natos.
O en aquellas ciudades donde asalta el crepúsculo vengativo
como una llamarada de incertidumbre mutua
y sin embargo flotan candiles húmedos sobre el agua pestilente
y se abordan los barcos singularmente atropellados
por el vértigo de una sola noche.
Donde los pies trituran sus esperanzas vitrales
las amanecidas manos solitarias que albergan un férreo desistimiento
y se frotan e inauguran los soliloquios de las acequias invadidas
los cuerpos asesinados por el viento inhóspito.
Las luciérnagas advierten de un signo de inteligencia
su brillo resplandece sobre cadáveres desmantelados
y un látigo florece con su aurora de insectos
en la mano todavía endurecida y amistosa.
©