Aún en temporadas secas, la pared dibujaba tenues manchas verdosas cuyos bordes bien delineados aunque amorfos auguraban la profusión de moho parduzco que se producía en temporada de lluvias; era esta la única pared en toda la casa que se negó a borrar sus misteriosos relieves a pesar de todos los intentos realizados, dicha pared parecía burlarse de aquellos esfuerzos y exhibía su superficie discretamente mientras no llovía, pero descaradamente y con pompa al caer las primeras gotas. Al principio, el padre formuló infinidad de teorías que explicaran el fenómeno, pero ninguna era lo suficientemente satisfactoria como para sostenerla ante las visitas sin que se oyera absurda por lo que desde el principio destinó el cuarto de la pared rebelde como dormitorio para sus dos hijos: Aída y Lalo; de los cuales solamente Aída se mostró conforme, e incluso contenta de tener un mural frente a su cama con el cual podría jugar a descubrir formas, en cambio Lalo no dejó de quejarse hasta que le permitieron dormir en la sala.
-Esa cochina pared se nos va caer encima una noche, parece que se esta pudriendo- solía decir.
Así fue como Aída, quien siempre había sido retraída y huraña encontró un lugar y un momento donde descargar toda su fantasía sin que la importunaran, podía permanecer inmóvil durante lapsos prolongados al cabo de los cuales debían llamarla varias veces o sacudirla para que reaccionara; sus maestros, sus vecinos e incluso sus padres la consideraban mentalmente retrasada por lo que no se tomaban la molestia de ahondar en explicaciones ante las pocas preguntas que formulaba, su cualidad de estar constantemente distraída era desesperante para los demás y frustrante para ella por lo cual prefería la soledad e inventaba sus propios juegos para distraerse.
Cuando a los seis años empezó a asistir a la escuela, el miedo a tener que convivir cinco horas diarias con los otros treinta niños de su clase y además obedecer a otra persona adulta e impredecible como lo era el maestro, propició que hablara en voz baja y tartamudeando, lo cual atraía burlas en los demás y un naciente complejo de inferioridad en su ya desde entonces incomprendido carácter que le impedía exteriorizar esos miedos ni aún a su madre, pues de alguna manera ella misma los fomentaba al tratarla como si no fuera capaz de valerse por sí misma, esas horas entre números y letras no eran tan pesadas como la hora del recreo, porque al menos en clase la presencia del maestro imponía orden, pero los niños criados en familias de bajos recursos suelen ser muy crueles con quien se muestran más vulnerables que ellos, así, Aída tuvo que tragarse los apodos, las bromas y los empellones de sus compañeros, no porque no le diesen coraje, sino porque su timidez eran una mordaza que le anudaba la garganta, y su mente un prado lleno de liebres inquietas, las cuales se escondían ante la presencia del primer agresor, eso sumando a su endeble físico no le ayudaba a inspirar respeto y todo ello se reflejaba en bajas calificaciones, su madre no esperaba más, después de todo ella no había terminado la primaria y con su papá viajando constantemente, las tareas y los problemas escolares eran asuntos exclusivamente suyos.
Un día, poco antes de que techaran el cuarto y comenzara la leyenda de la pared, Aída regresaba de la escuela de la mano de su madre cuando un perro salió ladrando de una casa vecina, ella, llena de miedo le soltó la mano y corrió, provocando a su vez que el perro la persiguiera, faltaba muy poco para llegar a su casa, pero con la agitación y la mochila estorbándole se tropezó y cayó al pavimento raspándose las rodillas y los brazos, varios vecinos fueron testigos, pero ninguno ayudó y hubo alguno que se rió, su madre por su parte le reprochó el hecho de haberla soltado, lo cual seguramente hubiera evitado su accidente y una vez en su casa, Aída, avergonzada y molesta se fue a esconder en la pieza en construcción , apoyándose contra la todavía virgen pared y lloró en silencio todo su coraje, hacia el perro, hacia la indiferencia y burla de la gente, hacia su madre que la hizo sentir culpable, incluso hacia si misma por ser tan cobarde, lloró hasta quedarse dormida y se soñó siendo varón, qué diferente se sintió en ese sueño, se soñó siendo Lalo y jugando con otros niños, niños tratándolo con respeto y camaradería, siendo Lalo podía ir solo al parque e incluso escaparse de la escuela para ir al baldío para explorar la cuevaque se hallaba en él, ahí donde decían que se esconden los duendes y respira el diablo, a Lalo en su condición de varón nada le podía pasar, ellos son criaturas inmunes a cualquier mal, a cualquier sufrimiento y a cualquier miedo, podían ser malos o buenos y siempre habría una justificación para su conducta, al menos es lo que deducía al comparar el trato preferente que él recibía tanto por su madre como por su padre, así, perdida en esos sueños se vio atravesado la cueva del baldío y desembocar en un paraje selvático, como el de las películas que a veces veía, allí una voz, un rumor lejano que la llamaba: “Aída, Aída…” miró a su alrededor tratando de distinguir su procedencia, la maleza era abundante y por entre sus follaje se deslizaba su nombre, nítido, delicadamente pronunciado, Aída avanzó siguiendo la voz y extendió los brazos hacia entre la espesura, notando que eran gruesos como troncos, largos y tersos, aunque con una extraña pigmentación verdosa, como las plantas que obedientes cedían ante su avance, sin embargo no se sorprendió, como si esos brazos, así como las piernas que descubrió debajo de una corta túnica e igualmente fuertes y esbeltos le hubieran pertenecido desde siempre, quiso examinarse más, pero la voz repitió su llamado: “Aída, Aída, Aída…” ella aceleró su marcha, “Aída, Aída…” su propio nombre la excitaba porque nunca la habían llamado con ese tono, tan apremiante y sugestivo, no llamaban a la niñita débil y retrasada que nadie tomaba en cuenta; por primera vez en su escasa existencia una voz la buscaba con insistencia y deleite, con el corazón latiéndole frenéticamente conforme su nombre se oía con más fuerza llegó a una laguna, alimentada por una gran cascada que al caer estrepitosamente contra las rocas originaba la voz, “Aquí estoy “ dijo antes de penetrar en el torrente. Fue entonces cuando un trueno la hizo volver a la realidad: estaba todavía replegada contra el muro, llovía y se había empapado, no se levantó enseguida, al contrario, pues creyó que de alguna manera la lluvia había penetrado hasta sus pensamientos y disfrutó cada una de sus gotas; fue un chubasco copioso pero pasajero que tardó sólo lo necesario para bautizar sus sueños, la primera promesa que recibía después de descubrir su personalidad oculta. Su madre le recriminó al verla entrar dejando huellas de agua y arena en el piso recién barrido, Lalo por su parte hizo algún comentario chusco, pero ella recibió el regaño y la risa con indiferencia, se cambió y almorzó en silencio.
Una semana después los albañiles cimbraron la pieza, en la cual Aída se escondía a pesar de las prohibiciones de su madre, quien temía un alud de cemento y grava sobre el pequeño que osara jugar entre los palos, para Aída sin embargo esos palos eran las columnas de algún templo antiguo y le gustaba recorrerlos y sentir la humedad de la mezcla de cemento y grava sobre su cabeza, el olor de la piedra que conformaba la pieza recién terminada; en esos días los aguaceros eran abundantes y Aída los presenciaba desde el marco de la entrada apoyando su espalda en la pared, soñando tal vez la continuación de su aventura, trataba de descubrir un lenguaje secreto en el ruido que producía la lluvia al regar el jardín, y al estrellarse contra el techo le recordaba la voz de la cascada contra las rocas, tuvo la certeza de que tarde o temprano se le revelaría un milagro, de esos que solo se materializan gracias a la fe inquebrantable de los devotos. Al poco tiempo el padre, satisfecho pintó de un suave tono crema la pieza que había proyectado como recibidor y en la cual su hija hacía las tareas recostada en el suelo.
Fue en sus tan comunes momentos de ausentismo cuando al mirar la lisa superficie recién pintada comenzó a transportar en ella los cuentos y paisajes que más le gustaban de sus libros, se veía en un rancho, desayunando a las cinco de la mañana con diez hermanos tan rollizos como ella, listos para comenzar las faenas mientras su padre imaginario tarareaba una melodía acompañado con una guitarra, o también podía sentarse en una roca al atardecer en un puerto desconocido a esperar la llegada de los pescadores y ayudarlos a descargar las redes repletas de pescado que las gaviotas sobrevolaban ansiosamente, a veces también se cubría con un grueso abrigo de pieles y se deslizaba en su trineo a través de los níveos suelos de Alaska, sin más compañía que sus perros y desafiando una tormenta de nieve bajo el acecho quizá de lobos u osos polares, con cuánta emoción afinaba los detalles de un hermoso corcel en el que se montaba para desafiar con su espada de oro al demonio que atormentaba su aldea, y cuántos peligros no corrió antes de regresar a casa de sus padres ancianos con la cabeza del monstruo colgando del flanco del caballo mientras los vecinos la ovacionaban; sus fantasías infantiles se convirtieron en obsesiones conforme cobraban vida al recrearlas en la pantalla color crema y de tan reales que el lápiz mágico con el que las dibujaba arañó profundamente el yeso para dejar surcos abiertos, imperceptibles al principio, pero floreciendo con el permanente cultivo de moho que la habitaría desde entonces al absorber la lluvia constante de esos días.
Efectivamente, la plaga pardusca invadió el muro impecable y sólo Aída lograba ver en ella las aventuras de su fantasía, sólo ella sabía que aquello era una respuesta a sus ansias reprimidas, ella, Aída no era más la criatura indefensa e incomprendida de su colonia sino un héroe, un villano o un vagabundo en busca de la gloria, sólo ella se perdía en esos acertijos de moho que modelaba a su caprichoso antojo para darles formas diversas formas, pues aquéllos períodos de ausentismo que tanto exasperaban a sus padres y maestros no eran más que la cuna de una imaginación latente, una imaginación capaz de rebasar los umbrales de real para crecer hacia lo desconocido, leyendas que ella misma creaba y que de alguna manera sentía más veraces que la vida tan estrecha y absurda que le obligaban a llevar y en la cual ella pasaba desapercibida, como cucaracha arrastrándose entre la escuela y las paredes de su casa y, con el tiempo -decía su padre- de la fábrica u oficina a las polvorosas calles de la colonia sin más fin que el de pulular en la cloaca del subdesarrollo, aunque ésas aciagas profecías paternas eran mas bien un disfraz para su ineptitud de generar fortuna.
Cuando el moho pertinaz del muro hizo su aparición y Aída ocupó la pieza, ella adquirió el hábito de acostarse más temprano, no porque tuviera más sueño sino porque deseaba permanecer el mayor tiempo posible dentro de su mundo, recreando aventuras ya leídas o inventando otras nuevas donde ella era el protagonista masculino, apuesto y valiente, admirado por los demás hombres y amado por las mujeres, capaz de morir en una batalla antes que bajar la mirada y huir avergonzado; hasta llegó a creer, incluso que esa era el tipo de vida al que ella estaba destinado pero Lalo se le adelantó descaradamente o posiblemente había sido una existencia anterior y por algún mal entendido ocupaba ahora un cuerpo y personalidad ajenos, simplemente no soportaba la idea de ser una niña débil y tonta como la consideraban los demás y desechaba durante las horas destinadas a hundirse en la pared la idea de ser encauzada hacia una vida virtuosa y hogareña, como su madre deseaba. Aída vivió así en su propia historia durante años y de esa forma su personalidad se dividió, estar frente a la pared era su única escapatoria a las horas diurnas donde debía soportar presiones escolares y hogareñas, era al anochecer cuando sus verdaderos amigos cobraban vida gracias a la magia de su imaginación, y eran ellos quienes sacaban de su cuerpo frágil al héroe que habitaba los terrenos abonados por la lluvia, que como en un pacto de honor dejaba sus señales aún en temporadas secas, tenues pero visibles gracias a la lamparita de noche que colocó su madre para alumbrar un altarcito para la Virgen de Guadalupe y de quien creía a su hija fiel devota porque no se olvidaba de encenderlo, pero en realidad Aída lo hacía para que la luz alumbrara el escaparate de sus fantasías que con el tiempo se hacían cada vez más largas y complejas conforme a ojos de sus progenitores llegaba a la peligrosa edad de los devaneos adolescentes e imponían sin explicaciones reglas autoritarias con respecto a amistades y horas tolerables de entrada o salida, a Aída todo ello le tenía sin cuidado, de cualquier modo amistades no tenía ni más deseos que perderse algún día entre las líneas de su mundo y desaparecer junto con el moho al secarse una vez finalizada la estación.
El fenómeno de la pared comenzó a tomarse realmente en serio con las primeras lluvias que la convertían en una alfombra sicodélica de moho, la mamá la raspó, la lavó con cloro pero no funcionó, luego el padre volvió a raspar y la pintó, todo sin éxito, entonces recurrió al repellado pero tampoco resultó y no les quedó más remedio que tolerar la profusión de manchas pardas y mudar su juego de sala a otra pieza, luego, ante la negativa de Lalo a dormir allí Aída obtuvo el cuarto para ella sola y esa exclusividad la regocijó, para entonces era una experta en entrar a las líneas del muro, ellas eran la cartografía del mundo a donde realmente pertenecía, de donde nunca debió haber salido, fuera de eso nada le importaba, el mundo externo era demasiado insulso y agresivo como para concebir un futuro en él, su cuerpo, aunque esmirriado se le hacía demasiado pesado de mover, su vocabulario se reducía a monosílabos o frases cortas imposibles de alargar, la profusión de voces en la escuela o de las esporádicas visitas le aturdían, en pocas palabras, era incapaz de adaptarse y tampoco tenía deseos de intentarlo.
Salió de la primaria con un humilde ocho de promedio general y sin más recuerdo agradable que el de haber aprendido a leer, el siguiente paso implicaba más concentración y desenvoltura de la que ella carecía por lo que sus ingreso a la secundaria fue más trágico que el de la primaria; sin amistades, mellado su espíritu por complejos que no podía superar, culminó su serie de incomodidades con la inoportuna menstruación, haciéndole odiar esa mezquina condición femenina que tanto la limitaba; y mientras sus compañeras coqueteaban y usaban cosméticos, Aída llegó a la conclusión en base a sus constantes observaciones tanto hacia ellos como hacia ellas que había mucho más para ver, criticar e incluso para disfrutar de una mujer como hombre que viceversa y así fue como sus fantasías tomaron rumbos diferentes en la intimidad de su pared, ya no eran las aventuras infantiles que tanto la emocionaron durante años y las cuales disfrutaba inocentemente desde su cama, ya no eran amigos animados ni doncellas o héroes de fábula quienes la habitaban, ella deseaba camaradas que la introdujeran a esos pecados a los cuales su madre tanto escandalizaban, amigos que despertaran en ella instintos hasta entonces desconocidos, recordaba la voz de la cascada y al hacerlo la sintió una especie de lengua recorriendo su espinazo, la sintió detrás de la nuca y sintió humedecer sus nacientes protuberancias, sin embargo no conocía esos secretos y por más que quiso estamparlas la pared ésta permaneció intacta, como si no comprendiera y tuviera que poner en orden sus ideas antes de dibujar algo que concordara con ellas, fueron días de ansiedad, de búsqueda de su propia naturaleza y de urdir una fuga para evadir el futuro tan patético que le esperaba; su cuerpo recién despertado a la adolescencia se estremecía con deseos sexuales mientras su mente se empeñaba en enfocar esos deseos hacia figuras femeninas que la complacerían; la madre, preocupada por la respetabilidad de la hija trataba, sin lograrlo de atraer su atención sobre tareas domésticas que aquélla realizaba malhumorada y sobre el concepto de decencia que le había sido inculcado, por eso le preocupaba sobremanera la relación que su hija pudiera sostener con algún muchacho a sus espaldas por lo que cualquier avistamiento de compañías varoniles eran severamente reprendida, reproches innecesarios ya que Aída no desarrollaba sentimientos carnales hacia los varones sino hacia las muchachas, ella veía a todos los hombres más con envidia por sus privilegios que con el erotismo propio de la edad.
Después de varios días de permanecer en una asfixiante realidad, Aída pudo dar forma a sus fantasías gracias a una revista pornográfica que su hermano llevaba muy confiado en su mochila a sabiendas de que su condición varonil le exoneraba de revisiones maternas, ella la tomó aprovechando el sueño de Lalo y la ausencia de su madre y recorrió con sorpresa y gozo todas sus páginas, lo que más le atrajo y excitó su imaginación fue la pose de dos mujeres invertidas acariciándose y lamiendo el pubis, fue como dejar caer una colilla en terreno seco y esa minúscula chispa se prendiera ansiosa al pastizal hasta arrasarlo incontrolable con voraces llamas, encarnando a los varones ahí retratados y deseando febrilmente hacer suyo un cuerpo como el de aquéllas ardientes chicas, tan terso, tan sensual y tan estético, dejó apresuradamente la revista al oír en giro de las llaves en la cerradura y pasó el resto del día sintiendo hormigueos en la boca, temblores en las manos y calambres en el vientre, se fue a acostar mucho más temprano de lo acostumbrado fingiendo un resfrío que no le sorprendió a nadie puesto que sus ojos afiebrados y sus mejillas encendidas delataban síntomas de una agitación hormonal que bien podía confundirse con enfermedad patológica, “el clima”, pensó ingenuamente su madre. Una vez en la cama y con la pared enfrente comenzó a delinear turgentes cuerpos femeninos en diferentes posiciones, “Vengan, muñecas, vengan a mí” les decía, cerró los ojos y mientras sentía hervir sus venas cayó en un sopor parecido al sueño hasta que la misma voz que la turbó años atrás siendo niña llegó a sus oídos igualmente seductora y anhelante “Aída, Aída…”, ésta vez sabía hacia dónde ir y avanzó segura sin reparar en sus brazos y piernas parduscas pues presentía que a partir de entonces tendría tiempo de sobra para conocerse; la cascada estaba en el mismo lugar y con el corazón alborozado penetró en ella, el agua le refrescó el cerebro pero su cuerpo seguía afiebrado y ansioso, y cuando la traspasó pudo apreciar el paraíso que le ofrecía: plantas despidiendo aromas exóticos, la penumbra, ahuyentada apenas por rústicas antorchas permitía distinguir a jóvenes de uno y otro sexo que bailaban y cantaban formando un círculo en un claro en medio de la exuberante vegetación donde sólo faltaba el artista, rey o dios a quien homenajear, Aída, fascinada por la música de flautas y tambores ambientando tal escenario caminaba despacio, temiendo que se esfumaran en cualquier momento, pero en lugar de eso se vio recibida por hermosas aldeanas de piel tan parda como la suya, que la llevaron entre mimos y caricias atrevidas en medio del círculo y le dieron de beber un licor que la enardeció más, conforme las jóvenes le despojaban de su túnica, Aída descubrió con agrado un pecho amplio de bustos diminutos, cubierto con suaves vellos verdosos y más abajo el miembro que tanto deseaba creciendo al ritmo de las manos expertas de las muchachas, sus piernas fuertes, adornadas por vellos se erizaban con cada lengüetazo recibido, la música resonaba en su interior, substituyendo sus órganos y marcando el ritmo impetuoso con el que derribó a una de las jóvenes para poseerla, rió al pensar en su hermano, en su padre, en toda la bola de muchachos inmaduros que conocía hasta entonces por lo estúpidos que se verían a su lado, mordió los pechos abundantes, bebió de la carnosa boca femenina, entró una y otra vez en su cuerpo ágil mientras su amante se retorcía de placer y la caldera de aguas turbias que bullía en sus testículos ante la mirada ávida de los espectadores que en pocos minutos se transformaron en tigres mientras Aída consumaba su faena hasta dejar a la muchacha exhausta, conoció la sensación del poder ignorada durante años y supo que en el mundo externo nunca experimentaría tales sensaciones; ahora que por fin las tenía a su alcance quizás…el rugido de los tigres la sacó de sus pensamientos, la joven era perfecta, su cabellera enmarcaba un rostro de finas facciones y su cuerpo pardo lucía terso y lozano, “Qué hermosa eres” pensó mientras le sonreía, luego se recostó junto a ella, palpándola suavemente, los tigres se agruparon a su alrededor y así, en medio de su primera gratificante experiencia cerró los ojos y durmió pesadamente.
Las sacudidas de su madre la despertaron pues ya era tarde para ir a clases, Aída se paró de mala gana, pensando en cuánto tiempo más podría soportar la tediosa rutina de su casa, había cumplido ya catorce años y de tanto haber vivido en la pared se olvidaba con frecuencia de su realidad por lo que no existía más que para su familia y vecinos y eso como una criatura sin futuro, destinada a permanecer en su casa y subsistiendo con un escaso sueldo trabajando por el escaso sueldo; el don de Aída estaba condenado desde sus inicios a desperdiciarse en la pared mohosa, Aída se negó a ser lo que originalmente era para protagonizar un ente nuevo, atractivo y fuerte, mezcla de su naturaleza y sus deseos que contrastaba con su deterioro físico, quizá de haber estado menos apegada a sus fantasías no hubiera sucedido lo que sucedió, quizá hubiera simplemente huido de su casa como tantas jovencitas o tal vez con menos imaginación hubiese aceptado el destino predispuesto por sus padres, pero lo que sucedió tiempo después fue una burla del destino, un fenómeno tan extraño y sobrecogedor que ninguno de quienes oyeron de él lo aceptó como tal , las explicaciones llovieron, pero ninguna logró lavar la herida de la incertidumbre que albergó a los padres de Aída desde entonces y que sucedió precisamente al cumplir ésta los quince años.
Con el paso de los días, las incursiones nocturnas de Aída absorbieron no solamente su atención sino también su ya de por si frágil cuerpo y mientras la aldea se fortalecía con manjares desconocidos, bailaba frenéticamente y daba rienda suelta a sus deseos carnales con exóticas mujeres, su físico se debilitaba más, sobresaliendo nada más sus ojos constantemente afiebrados, inescrutables e inexpresivos para los demás, “un fantasma mirando a otros fantasmas” bromeaba constantemente Lalo y era cierto, para ella lo único real era su guarida, las fieras con las que convivía, con las que se transformaba, las que le habían dado el lugar que los suyos le negaron, ¿qué importaba si eran degenerados y malévolos, si estaban lejos de la ley divina, si su música y lujuria escandalizarían a su familia, a la colonia incluso? Ella los necesitaba, los había buscado desde su infancia y no los abandonaría; esos cambios pasaron desapercibidos hasta que al cabo de los días su madre, alarmada se dio cuenta de que su hija estaba peor que de costumbre, pues aunque su apetito era el mismo la comida no parecía alimentarla en absoluto, sus pechos y glúteos, apenas sobresalientes volvieron a esconderse mientras la carne desaparecía de sus huesos, la llevaron con el médico, quien le recetó vitaminas tras vitaminas sin resultados, la llevaron con un sacerdote quien no pudo sacarle ni una palabra y escuchaba sus sermones bostezando, le habló de ángeles y demonios, pero ella no conocía los ángeles y los demonios jugaban con ella todas las noches frente a su cama y la introducían a su paraíso de lujuria donde se transformaba en el más disoluto de ellos, ella los incitaba a salir de su aldea para atemorizar con sus rugidos y degenerados instintos a ciudades lejanas a donde llegaban no solamente corriendo a velocidades increíbles sino también por aire, pues en su mundo podía agregarles la facultad de desarrollar alas; se volvió perversa y rapaz como cualquier bestia, alegre y audaz como cualquier villano, ¿cómo aceptar que estaba enferma cuando todas las noches podía recorrer estepas, cordilleras y aún ciudades enteras con tan solo concentrarse en las líneas de su pared? Ésa era vida para ella y no la opaca y escueta donde habitaba su cuerpo, la vida del bárbaro desafiando a los agresivos elementos y la primigenia necesidad del hombre por sentirse miembro de una hermandad por perversa que ésta sea, la necesidad de ver más allá de lo que sus sentidos le permiten y inquietud de recorrer la inmensidad con un don tergiversado por la sexualidad reprimida; Aída obtuvo en su pared la admiración que su realidad le vetaba. El último síntoma de su enfermedad fue una pigmentación verdosa en la piel que a nadie se le ocurrió asociar con la pared, la madre lloraba angustiada mientras el padre, apático por naturaleza acabó por ignorarla esperando que su malograda hija falleciera de una buena vez y Lalo, temeroso de ser contagiado evitaba todo contacto con su hermana por lo que a los pocos meses ésta se vio prácticamente olvidada en su cuarto del que cada vez salía menos, inmersa como estaba en el mundo creado a su gusto, en él se complacía con el llanto de madres tan débiles como la suya, torturando a padres y hermanos tan arrogantes como los suyos y secuestrando y seduciendo a jovencitas inexpertas como ella misma era considerada, gozaba viendo sus caras atemorizadas durante el rapto y los gemidos de placer que exhalaban a sentir sus poderosos músculos, la sonrisa de gozo en su rostro mutante se proyectaba seca y grotescamente en el esqueleto cobijado entre las sábanas, en la caricatura en que se había convertido sin que nadie supiera acertar por qué, “Por lo menos no sufre” fue el comentario de una tía, la única que se acercaba a tomar la mano de la moribunda cada semana y hurgar en sus ojos un último deseo por cumplir, en parte para tranquilizar la conciencia de quien pudo haber hecho más que ser un simple espectador de la testarudez de su hermana; aun a pesar de su buena voluntad tampoco obtuvo respuesta y cada semana salía silenciosa, dirigiendo una mirada de lástima a su hermana y otra de reproche a su cuñado.
Los ataques de Aída y los hombres tigre no tenían final, sin embargo su cuerpo físico no soportó el ritmo y, precisamente al amanecer de la edad de las ilusiones Aída pasó a ser propiedad del muro, una línea más su relieve irregular, relegada como ella al sitio más escondido de la casa, una vergüenza por ocultar. En el sepelio había familiares de ambos padres, algún vecino, pero ningún amigo, se fue tan solitaria como vino y mientras enterraban a la Aída gris, una Aída brillante pero cruel surcaba los cielos de otra ciudad, en otra dimensión, gozando con el temor de sus habitantes, ella, que pudo ser dulzura se volvió crueldad, en esas regiones ocultas rió perversa al presenciar el dolor ajeno.
Los días siguientes al sepelio hubieran sido sobrellevados con tranquilidad si no hubiera empezado una pertinaz lluvia que desencadenó durante las noches una cacofonía procedente del muro, se escuchaban voces, algunas angustiadas, otras maledicientes y otras más carcajeándose macabramente mezclándose con rugidos tambores frenéticos, el batir de alas enormes, escándalo de pisadas que huyen a tropel, como si ahí se desarrollara una película de terror; la familia entera se sobrecogió ante lo desconocido e inmediatamente la madre fue a consultar el caso con el sacerdote de la colonia, quien procedió a exorcizar la casa y en especial la habitación de Aída, recomendando además una oración comunal por su alma y una hilera de veladoras blancas en la entrada para sellar las malas vibraciones. Se cumplió estrictamente lo recomendado, excepto en lo referente a las oraciones que únicamente la madre recitaba angustiada cada noche antes de acostarse, fuese la sinceridad de las oraciones o el exorcismo del sacerdote, el caso es que los ruidos no se escucharon mientras hubo quien rezara y colocara las veladoras, pero en cuanto la madre tuvo que ausentarse un tiempo y nadie más se preocupó por los rezos y las veladoras, el fenómeno reapareció con más vigor, parecía que la lluvia se había sincronizado con los ruidos haciéndolos más espeluznantes, Lalo se encogía bajo las sábanas mientras el padre permanecía envuelto, con los ojos muy abiertos y sudando frío, a los pocos días, exasperado decidió derribar el muro, golpeándolo furioso con un marro, aun así los escombros todavía dejaron oír su estrépito por las noches, estrépito que también llegaba a oídos de los vecinos, todos conocían los antecedentes pero nadie osó culpar a la familia de tan extraño fenómeno, el caso no se hizo público porque el padre se encargó de que los escombros malditos fueron llevados muy lejos, en despoblado y esparcidos entre rocas y cascajo dejando de ésta manera a Aída encerrada para siempre en el mundo que había creado.