Alberto Escobar

Frida fría

 

Fue una bendición
del altísimo, me dio el color...

 

 

 

 

 

 

 

 


Meses eternos de convalecencia. 

 

 

 

 

 

 

 


Casi mis sienes se derritieron contra el muro contiguo 
de una casa; el tranvía no supo esquivarlo como es debido.
Gracias a Dios me vi en ese tranvía, en ese trance apocalíptico
en el que la vida me quiso poner —gracias de corazón, gracias,
aunque suene irónico, gracias vida, a pesar del profundo 
sufrimiento que me abatió desde entonces, y me abate hoy.
Diego fue sin duda un resorte, un cilc clac de eso que me latía
dentro sin saberlo, solo me faltaba la circunstancia para que eso
aflorara como afloró, con toda la intensidad de un mes de mayo
harto de aroma —fue un regalo, y lo sigue siendo...
Bendito día de septiembre del veinticinco, Méjico —recuerdo 
ese día como si fuera ahora— se levantaba de una bruma que 
pronto quedó en aguas de borrajas, dando paso a un esplendente
sol, maravilloso de solemnidad, tanto que me animé a visitar la 
plaza, tomar un poco de vida lejos del quehacer y la rutina, sonreír
para luego sumirme profundo en la ciénaga de la limitación —pero
lo tomo, y fue, como el viacrucis necesario a la gloria eterna.
Si lo llega a saber vuelvo a pie, respirando más del aire viciado
de esta ciudad que parece emerger de las sentinas de Satanás
—aunque mi amor por ella sobrevuela cualquier maldición, 
como matrimonios bien avenidos.
Perdí los miembros y gané la vida, el color, la magia que yace
ahí dentro, donde no se sabe nunca y está tan cerca que no podemos
tocar a pesar de todo, esa magia que me salía de los poros en el estudio
de mi casa cuando tenía el tiempo, fuera de los quehaceres y la rutina.
Esa magia, ese regalo que Dios me dio a cambio del cuerpo...