Dedicándote mi mejor llanto,
mientras gritabas que si me iba desconocería la paz.
Tenías esa boca de copa rebalsada de orgullo,
¿y pretendías que te acompañe a despedirme?
Esa vez no me fui.
Miraban cómo mecíamos los fuegos
que no sabíamos podar.
Tampoco queríamos.
Cuando me fui,
me calaste la cadera y te guardaste las astillas.
No desempolvaste tu espalda,
pero desaturaste el adiós confiando en los nudos,
esos que me hiciste y al final empaqué conmigo.
Hoy me quito,
una a una,
las prendas que vistieron la despedida
porque tengo ganas de besarte con amnesia,
de arrugar el olvido y más tarde hurgar la basura,
de susurrarte antes de dormir:
bienvenida al adiós.