Muchas son las memorias que devuelve mi niñez.
Los oídos acercan el canto de las Calandrias y Zorzales en las mañanas cálidas del Hudson aún campesino. Mi olfato añora los árboles frutales que rodeaban la casa, y me veo saborear a la madreselva, convidando su néctar. Esa golosina silvestre que incitaba a la disputa con las avispas y abejorros por su cosecha. Muchas veces perdía la pelea y ahí me encontraba luego, abatida en la cocina, con el reclamo de mi madre y el barro en la herida. La magia del árbol que era barco, montaña, hogar, amigo...
Las luciérnagas por las noches eran hadas que abrían la puerta al misterio de su lumbre. Los vecinos de enfrente no eran muros ni alambres de púas, sino que a la vista nos saludaban las riquezas del Pereyra, que en su abundancia llegaban a mi puerta.