Dios que impuso los cielos
y el aire abierto
las hipotecas los barcos y los desiertos
las mareas maleables y los puertos de sabandijas
que enumeró las glorias acaecidas
bajo los sótanos deprimidas y oscurecidas
donde anidaron los depósitos de cal incipiente
en que atropellaron los médicos de la serpiente intuitiva
como reptó hacia los llanos en su ofensiva delirante
donde inició su nomenclatura intempestiva
su oración de pequeña montaña, de dilatada interferencia:
y en aquellas hordas compañeras del alba desubicada
las profecías se convirtieron en polvo tangible
bajo losas de ignominiosas lenguas solitarias
en que desiertos u oscuridad jamás osaron entrometerse.
Dios que certero desacreditó los silencios
múltiples avenidas de cascos y hollín
en que encerró a su clavícula adánica
como un esqueleto que nubló su mente.
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