Fátima Aranda

Cianosis

El velo que nubla la vista. El zumbido que ensordece el oído.

El angosto callejón de la estancia que se alarga y se disecciona

en puntos hasta el infinito. La puerta de no retorno

por la que se cuela el último soplo de aire que queda en unos pulmones

que dejan de funcionar ante la punzada de decepción de la traición desgarradora

de las expectativas. La sonrisa congelada.

La incipiente lágrima que asoma a un lacrimal

que ha quedado suspendido

en el mismo segundo del pasado en el que se paró el tiempo.

Debilidad.

Flaqueza.

Parada cardiorrespiratoria.

Desmayo inminente.

Sintomatología propia del instante de reconocimiento de la vil deslealtad

que prosigue a la vapuleada, naïve y prostituida presunción de inocencia.

Rebobinar,

recomponerse,

sujetar el roto con el imperdible de la farsa

y salir caminando simulando que,

en alguna zona del organismo azul abotargado,

existe un corazón que sigue latiendo,

rodeado de lázaros pícaros,

con la capa del alma recogida entre los brazos para que no arrastre,

intentando estérilmente,

en un alarde de tentativa de restitución de dignidad perdida,

que pueda volver a ser pisoteada.