El velo que nubla la vista. El zumbido que ensordece el oído.
El angosto callejón de la estancia que se alarga y se disecciona
en puntos hasta el infinito. La puerta de no retorno
por la que se cuela el último soplo de aire que queda en unos pulmones
que dejan de funcionar ante la punzada de decepción de la traición desgarradora
de las expectativas. La sonrisa congelada.
La incipiente lágrima que asoma a un lacrimal
que ha quedado suspendido
en el mismo segundo del pasado en el que se paró el tiempo.
Debilidad.
Flaqueza.
Parada cardiorrespiratoria.
Desmayo inminente.
Sintomatología propia del instante de reconocimiento de la vil deslealtad
que prosigue a la vapuleada, naïve y prostituida presunción de inocencia.
Rebobinar,
recomponerse,
sujetar el roto con el imperdible de la farsa
y salir caminando simulando que,
en alguna zona del organismo azul abotargado,
existe un corazón que sigue latiendo,
rodeado de lázaros pícaros,
con la capa del alma recogida entre los brazos para que no arrastre,
intentando estérilmente,
en un alarde de tentativa de restitución de dignidad perdida,
que pueda volver a ser pisoteada.