Tenía ganas, muchas ganas.
Allí estaba en la estantería,
de oferta, a un veinte por ciento
de descuento, olía a pollo.
No estaba sola, formaba castillos,
guardaban una gravedad,
una simetría que impedía
la defenestración, los reponedores
atentos y Manzoni supervisando
la obra de arte, la comisión por ventas
era sustanciosa, defecante.
Miré a Manzoni primero,
luego al reponedor de turno,
luego al encargado, luego al gerente,
luego al director regional, al nacional,
al presidente de la compañía..., y decidí
meterlo en el fondo de la cesta,
que no se viera en el transcurso itinerante
de la compra por aquello del qué dirán,
muchos vecinos al acecho, críticas de patio,
vecindario en llamas, un torbellino de noticias...
Me la guardé en el fondo de mi vergüenza,
no la pasé por la cinta, no se dieron cuenta,
no pitó al pasar por el arco de seguridad.
Al día siguiente la llevé al Modern Art Center
de Wisconsin para ofrecerla en venta:
—me la aceptaron a cambio de un gran
puñado de pavos y la colocaron en lo alto
de un pedestal marrón oscuro, a juego—.
Hice el negocio de mi vida.