Aprendí amar lo intangible de su ser,
la invisible sensación de su mirar,
el murmullo apacible de su voz,
la caricia delicada de sus manos,
el roce ardiente de su piel,
y la dulzura tentadora de su andar.
Aprendí amarla sin tocar...
sin hacerme notar,
tan solo observándola sonreír.
La aprendí a imaginar…
en completa soledad…
en total desolación.
Aprendí a aceptarla en su distancia,
a darle forma a su abandono,
en un silencio atiborrado de recuerdos…
agonizantes,
sin caer en esas ganas…
de borrarla de mi mente,
sin sacarla del corazón.
Aprendí a coincidir con su letargo,
con sus horas de impotencia,
en las noches…con su ausencia,
en los sueños más extraños…
en el insomnio más hostil,
y pacté con su agonía un instante de quietud.
Aprendí amarla en perfecta paz,
suspendido en el reflejo de su luz…
en su huida,
en lo inaudito de saber que no vendrá,
que jamás regresará.
Sola queda conformarse con soñarla una vez más,
y percibir que está ahí...
siempre ahí...
tan siempre parte de mí.
Tan callada a veces,
tan mía a veces,
abrazada de un “tal vez” y nada más.