Una marcha forzada, a pasos pequeños
a empujones injustos
a llanto silencioso, y dolor inexpresivo.
Un taladro milimétrico que hace hoyo
en la parte del mueble donde nacimos.
Te serví, en un mezcal
para que atravesaras la garganta
que no dijo nada.
Y pasaras despacio
navegando en la saliva,
despertando un día ahogado
en todo aquello que quise decir
y no te dije.
Entendí que a la media noche
los ciegos podemos ver,
y aunque la música se disipó
entre tus manos
entre un juego de cartas,
en el último abrazo
entendí que los ojos no sirven para ver
sino para llorar.
El cielo nos dio café de gota en gota
y me vi obligada a despedirme.
Destruyo la partitura del soneto
de tu cuerpo, que respeto,
a sí mismo, entrego a tu otra mujer.
Asumo la tradición de que seas recuerdo.
Acepto que el temblor de las piernas
en el primer beso y en el coito número 206
no se igualan a la trepidación tras escuchar tu verdad.
No eras quien yo creía.
Y me despido aunque no quiera,
con un gesto amable;
respirando tu cordial manera de mentir.
Abro la puerta, despacito,
lentamente,
complaciéndome dolorosamente
de tu marcha.
No te des la vuelta,
que en mi jardín no guardo
raíces de excusas que impiden crecer mis flores.