Esto podría ser un testamento
por el dolor con el que arden las letras
o por como la muerte me coquetea por los rincones.
Te regalo los latidos que ahogué con silencio
como parte de una repartición de bienes inútiles:
Así pues,
te suscribo la patria potestad de
aquellos inicios de historias que no concluí nunca.
Te los deberé entregar sin un orden específico...
Hace mucho tiempo que no los concibo
y se me extraviaron todos por entre mis ilusiones.
Tal vez te sirvan para revocar tus miedos,
tal vez te devuelvan la confianza
que mis témpanos te arrebataron.
Quizás espanten ese nudo en la garganta
al tragar esas soledades que cortan la voz;
esas que caminan inadvertidas en canciones de medianoche.
Dejaré aparcado en algún minuto de mi partida
un abrazo espectral que te conforte sin pedirlo
cuando la vida se vea por el ojo de una aguja.
Así, me daré por complacido cuando cene
acompañado de la resignación,
que inunda los pulmones al suspirar los pensamientos
que te dedicaré cada vez que camine por estas calles.
Esto podría ser una carta de despedida,
pero el llanto contenido deja inconsciente
la aceptación del punto final.
Esto podría caer en el olvido,
pero, que me duelas, hace honor
a cuánto te extraño cada viernes
o cuanto llueve desde abril a julio.
Desearía ver esta narración en tus ojos,
pero ya no te veo más que en esas pesadillas
donde te quiebras o evaporas en un reclamo
que rebota en un eco lejano,
o en una lástima propia que entra por doquier.
Finalmente, es posible que toda esta charlatanería
venga atada a la resistencia
o al alivio de una foto perdida entre mis cajones,
a los buenos augurios que ruego a tus pasos.
Y veo hacia el techo:
es hora de dormir.