Aquellos copos que antaño
fueron yugo para el buey
son hoy maná que
eleva
dos pisos más la buhardilla.
El pinsapo ya no crece
escondido en el roquedo,
ahora forma líneas
de bienvenida
en los tersos pueblos del valle.
No hay paredes
que olvidadas, esperen
su último momento.
Brilla la pizarra y forma
—como lagarto ocelado—
cuerpo escamoso en la torre
y adorno en las entradas
luminosas de extensas casas
con ventanales tan amplios
que el zorzal charlo se pierde
buscando la avellana oculta.
Huele a esencia de vidrio
mientras la leña se consume
en una urna dorada
y los esquís de espaldas
a la pared
esperan el feliz instante
del contacto con la nieve.
La cajera va cantando
en catalán, francés e inglés
con un fondo de violines dormidos
y una danza de fideos.
Calles que adornan luciérnagas
sobre robustas farolas
y sostienen arcoíris
de armoniosas plantas ornamentales.
Y el agua
que ronronea por los caños
buscando unirse al verde,
allá en la paz
del remanso.