Esta es una versión corregida y aumentada.
Sin embargo, se pueden escribir muchas más datos, vivencias, emociones y experiencias.
Así lo viví yo, lo que no quiere decir que es una verdad absoluta.
Además contiene errores de datos que son casi normales haberlos cometido por los momentos abrumadores que vivimos.
AYER FUI SOLDADO.070919
La Guerra de Malvinas fue desigual.
Luchamos contra los ingleses, los norteamericanos, la OTAN y no recibimos ayuda más que de los peruanos y alguna “simpatía” de la Venezuela de aquel entonces.
El armamento era precario, las municiones escasas, los aviones y helicópteros fueron muriendo de uno en uno: cayeron cerca de cincuenta y cinco aviadores inocentes y valientes.
El mar era otro enemigo puesto que el buque General Belgrano era un crucero, originalmente denominado USS Phoenix fue botado en 1938 por la marina americana y hundido por el submarino Conqueror el 2 de mayo de 1982.
Nuestros cañones, ocho en total, de 30 mm eran tierra aire pero fueron inoperantes a pesar de la pericia de nuestros diestros artilleros.
Yo, era médico pero no sabía de medicina.
Recientemente, hacía pocos meses me había recibido.
No había hecho prácticas cosa que me impulsó a entrenarme como médico al retornar de nuestras queridas Islas Malvinas, en el hospital donde me desempeñé hasta que me jubilé.
Fui soldado pero no me enseñaron a defenderme; sólo cinco tiros, sólo cinco balas fueron mi instrucción.
Recibimos algunos castigos y golpes para aprender a conocer la crueldad de la guerra.
¿Cómo se puede matar y curar al mismo tiempo?
Eso sí, cantamos con profunda emoción nuestro Himno Nacional como despedida del cuartel, de mi barrio, de mi mujer embarazada, de mi calle, de mis padres, de todo cuanto amaba.
El primer ataque inglés con sus aviones Harrier y Sea Harrier fue el 1• de mayo. Recuerdo que estábamos los 120 soldados, suboficiales y oficiales en dos grandes containers.
El alerta rojo se escuchó a la mañana, muy temprano.
Salimos corriendo sin pensar; sólo nos impulsaba la necesidad de salvar nuestras vidas.
Veo un Harrier que vuela paralelo a la orilla donde me encontraba: dispara dos cañonazos que pegan en un cable de comunicaciones y se desvía al mar el primero, el segundo, cae 100 metros en dirección ascendente en la colina donde fatigábamos lo más rápido posible.
Veo como un sueño fugaz a algunos soldados ascendiendo; otros descendiendo.
Al Mayor Jorge Monge lo seguían algunos.
Yo me encontraba en una calle de Puerto Argentino, bajo una continua llovizna.
Cuerpo a tierra, correr, cuerpo a tierra, correr y mi mente en blanco no recuerda que sigue ni como continúa la película.
No sé cómo fui un protagonista más de esa catástrofe: quién y por qué nos puso en ese infierno.
La noche nos depara una pertinaz lluvia o llovizna, es lo mismo.
Nos cubrimos dos soldados con el Subteniente Jasson bajo una especie de vivac, trozo de tela en el que no cabíamos los tres.
Al rato, suena en la lejanía una andanada de diez pum, pum, pum que significa que las fragatas o los aviones Vulcan están disparando sobre el aeropuerto.
Se repite varias veces. ¡Terror! ¿Ahora nos caerá a nosotros?
Pero no, el objetivo es, por el momento, escarmentar el aeropuerto.
No logran más que golpear un costado de la pista.
Hay víctimas argentinas. Los aviones Vulcan, a gran altura realizan la misma tarea que no da los resultados buscados
Antes de cruzar en helicóptero a la Península de Camber, un grupo de soldados comandados por el Mayor Jorge Monge y acompañado por el Subteniente Jasson, tuvieron que arriesgar sus vidas viajando en un pesquero noruego llamado Monsunen.
Lo dirigía un oficial de la marina.
Soportaron una terrible tormenta que casi hunde a la embarcación.
Pero finalmente lograron llegar al Estrecho San Carlos y transfirieron los ocho cañones y sus municiones desde un buque mercante; no sé si se llamaba Isla de los Estados. El otro buque, Río Carcarañá, también transportó elementos de importancia y fue cañoneado el 16 de mayo por aviones Harrier ingleses.
Lamentablamente no pudieron trasladar los camiones; el tiempo urgía y los ingleses recibieron noticias del operativo argentino.
Sólo quedaron en el mercante algunos suboficiales que sufrieron el ataque aéreo de los Harrier. Allí murió el Cabo Busto y otros argentinos.
Sin embargo, dos o tres lograron salvar sus vidas llegando a la costa de la Gran Malvina: un milagro si tenemos en cuenta el agua semicongelada del mar.
Prosiguiendo con mi relato de nuestro viaje a la Península de Camber debo decir que no le conocía la cara al soldado hermano que me abrió la lata de comida, fría como la tierra, el aire y el corazón.
La Isla Soledad era hermosa pero desolada.
En lontananza las colinas, los cerros, el mar.
Después, la metralla, los fogonazos, las bombas, el terror, el pánico, la indiferencia afectiva.
Frío en el alma y desesperanza.
Pesimismo y angustia o la nada como amigos incómodos.
Ibamos a morir o ya estábamos muertos.
La espesura de la niebla se mezclaban con el frío, el viento, los recuerdos, la mente en blanco; alguna oración de un alma atea para paliar la proximidad del combate final.
Las lágrimas cuando la guerra ofrecía una pausa, los gritos de dolor de los heridos, las balas trazantes y el tiempo que pasa muy rápido o se paraliza.
Vuela alguna gaviota; otra muere cuando algún soldado acierta con su práctica de tiro.
Yo, por mi parte, me negué a desenfundar la pistola; en cambio, llené mis bolsillos con gasas, apósitos, esparadrapos, jeringas y todo cuanto imaginaba que iba a utilizar para curar heridas o salvar vidas.
Igualmente hice guardias con el reglamentario y conocido fusil FAL; anduve por las crestas rocosas empinadas buscando grupos de soldados con manos o pies de trinchera. Hallé pocos.
En medio de mi marcha resonaban las bombas de todo cuanto el enemigo disponía para quebrantarnos.
Había miedo en ambos bandos.
Nuestra esperanza era que todo se terminaba: el armamento, las municiones, la comida y, especialmente la vida de nuestros hermanos que defendían estoicamente los cerros próximos a Puerto Argentino.
Los abrojos se extendían por doquier invitándonos silenciosa y maliciosamente a un sueño imposible, el de recostarnos en el campo de batalla.
La piedra malvinense era un engaño donde guarecerse podía costar la vida.
Así quedaron yertos nuestros hermanos Claudio y Marcelo, en ese páramo que es la Península de Camber.
El Cabo Adrián Bustos, en cambio, duerme eternamente en el Estrecho San Carlos.
Después, a partir del 1• de junio la turba se vistió de blanco y nos regaló botas secas aunque congeladas. La bruma y la llovizna perennes e impenetrables se hicieron amigas de nuestros pechos frígidos; no es bueno padecer la tristeza y la soledad acompañadas con la humedad y el agua; no se llevan bien.
Las noches se hacían largas y el sol nos miraba desde muy lejos como quien acompaña a un ser en agonía.
Era un disco inclemente que sólo indicaba dónde se hallaban los puntos cardinales.
Las viejas lámparas de aceite bailaban al son trágico de las vibraciones ocasionadas por las bombas.
Y los aviones volaban sobre nosotros intentando destruir el aeropuerto.
Nuestros cañones, entre inoperantes, limitados y vetustos no podían evitar los continuos ataques del enemigo, pero los valerosos soldados de la Batería “B” combatían sin pausa ni decaimiento.
Eran momentos críticos que se volvían cada vez más insoportables.
Los cerros semejaban con sus proyectiles trazantes, volcanes con lava descendiendo por sus laderas.
Hubo varios intentos de desembarcar en nuestra orilla; todos rechazados por la meritoria acción de los artilleros de la Batería “B” del GADA 101 con los cañones Hispano Suizos de 30 mm, de Ciudadela más la eficaz tenacidad de la Infantería de Marina y sus ametralladoras de 12.7 mm. Recibimos la inestimable ayuda del buque Bahía Paraíso o el Comandante Irízar, no recuerdo cual era, que “marcó” el recorrido de los ingleses hacia nuestras costas.
Momentos críticos donde no hubo vacilaciones argentinas, no hubo menoscabo y el temor trocó en valor y coraje.
Nuestros artilleros y los infantes de marina sabían que había que dar la vida por la Patria.
El desenlace nos encontró cara a cara con la artillería terrestre, la infantería y los helicópteros ingleses. Sorpresivamente, se decretó un cese de hostilidades y la posterior rendición nos encontró estupefactos.
Eduardo Nicolás Romera