No viniste. Ni siquiera llegaste a ser ni a aparecer,
cuando te fuiste. Ni un átomo ni una molécula,
ni la ínfima milésima de hueso, piel, lanugo o grasa.
Ni una luna, ni roja, ni rosa, ni de sangre.
No llegaste. Te escondiste en los huecos que se abrían
entre el talón y la hipófisis que emana, segrega
y extiende el rayo al que te aferrabas para seguir latiendo.
Pero abandonaste. Dolor ácido. Descarga amarga. Te soltaste.
Me dejaste asida al cordón que nos fundía en esa amalgama de arterias diagonales
y ensamblajes. Olías a hervor de nata de una leche que brotaba de mis fuentes,
amarilla y espesa, azul transparente, empalagosa, cálida.
Nutriente grueso, vigoroso, recio. Luego, nada.
Antes de la mitad de todo, de la cuarta parte de la mitad de todo,
nada. Vacío, hueco, viento sibilante entre álamos desnudos.
Nada. Hojarasca barriendo el níveo mármol gélido de una piedra de esperanza
interrumpida. Manantial truncado. Oquedad pantanosa.
Hueso descarnado por colmillos afilados, barro, arcilla,
desolación, invierno, ausencia. Útero yermo y estéril.
Campana ocre que dobla el sonido. Ladrido que en aullido estalla
azabache. Duelo negro. Tribulación quebrada. Niebla que envuelve al lamento
que se contrae antes de tiempo y, en vez de expulsar, se para.
No dilató el músculo su carne, dejó que se escapase el alma.
La noche te acogió entre brumas. La encina te envolvió en sus ramas
y te alejó a lomos de una tierra seca, baldía, infecunda, árida.