Por vos me lamento, ovejero rampante,
en las horas decadentes
del ocaso inmaculado,
cuando en mi mente aparece
tu sonrisa, que descansaba en mis brazos.
Dejaste la casa en silencio.
El patio, despojado,
clama y suelta llantos
por el alma que pintaba sus lienzos.
Cuatro patas robustas,
pelaje lozano, postura impasible.
Ojos de fiel amiga se confundían
en un semblante irascible.
Cruel o fortuito
fue el destino que me colocó,
a contemplar tu última agonía
en el lluvioso día que la precedió.
Tu ausencia, a la Tierra,
le hizo perder sus tintes.
Pero alegre estoy que coloreas, ahora,
los teológicos jardines.