Raiza N. Jiménez E.

LA  CIGÜEÑA .-

En mi niñez había creído

que existían las cigüeñas,

y, a cada grito del parto

siempre pensé que era Dios,

que mandaba los muchachos

en el pico del pajarraco.

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Y en privado razonaba:

Con ellos, se encariña Dios

y no quiere decirles adiós.

Y todo eso lo pensaba porque, en llegar,

la criatura se tardaba.

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 Lo que de niña no comprendía era:

¿Por qué tanta maldición y  gritería

de la mamá de la cría?

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¡Ay, Dios,  ay, Dios, Virgen María!

¿Es por qué el chamo no venía

 o por qué no se lo traía

la  propia Virgen María?

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A nadie le preguntaba

ya que todos me decían:

¡No seas curiosa mijita

o espérate hija mía;

no ha llegado la cigüeña,

que era quién lo traía!

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¿Y quién carajo, es la cigüeña,

un buen día les diría?

Pero nadie contestaba

aunque se hacían mil señas.

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¡Pero siempre, me lo repetía!

En mi mente de pequeña.

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A mi hermana le decía:

¡Ah! Ya sé, es esa señora

que entró, toda vestida de blanco,

con un maletín marrón,

qué, en algún lado lo metió

y enseguida lo escondió.

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Cuando paraban las quejas,

de la madre adolorida,

se escuchaba un solo grito

y luego llegaba el llanto

del bendito carajito.

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La risas que salían del cuartico,

 tranquilizaban mi angustia.

¡Pero, no mi tristeza mustia!

Es que para controlar el susto,

hace falta que hablen los adultos.

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Sorprendía la alegría de los mayores,

cuando mostraban al chamito

 y lo alzaban como un trofeo,

para que lo viéramos de lejos,

toditicos los niñitos.

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Y nosotros los censores,

en nuestra mente infantil,

cual fiel espejo febril,

cavilando y en voz baja,

con la mente solíamos decir:

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¡Que vaina tienen los viejos!

Mientras nos íbamos lejos...