En mi niñez había creído
que existían las cigüeñas,
y, a cada grito del parto
siempre pensé que era Dios,
que mandaba los muchachos
en el pico del pajarraco.
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Y en privado razonaba:
Con ellos, se encariña Dios
y no quiere decirles adiós.
Y todo eso lo pensaba porque, en llegar,
la criatura se tardaba.
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Lo que de niña no comprendía era:
¿Por qué tanta maldición y gritería
de la mamá de la cría?
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¡Ay, Dios, ay, Dios, Virgen María!
¿Es por qué el chamo no venía
o por qué no se lo traía
la propia Virgen María?
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A nadie le preguntaba
ya que todos me decían:
¡No seas curiosa mijita
o espérate hija mía;
no ha llegado la cigüeña,
que era quién lo traía!
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¿Y quién carajo, es la cigüeña,
un buen día les diría?
Pero nadie contestaba
aunque se hacían mil señas.
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¡Pero siempre, me lo repetía!
En mi mente de pequeña.
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A mi hermana le decía:
¡Ah! Ya sé, es esa señora
que entró, toda vestida de blanco,
con un maletín marrón,
qué, en algún lado lo metió
y enseguida lo escondió.
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Cuando paraban las quejas,
de la madre adolorida,
se escuchaba un solo grito
y luego llegaba el llanto
del bendito carajito.
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La risas que salían del cuartico,
tranquilizaban mi angustia.
¡Pero, no mi tristeza mustia!
Es que para controlar el susto,
hace falta que hablen los adultos.
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Sorprendía la alegría de los mayores,
cuando mostraban al chamito
y lo alzaban como un trofeo,
para que lo viéramos de lejos,
toditicos los niñitos.
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Y nosotros los censores,
en nuestra mente infantil,
cual fiel espejo febril,
cavilando y en voz baja,
con la mente solíamos decir:
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¡Que vaina tienen los viejos!
Mientras nos íbamos lejos...