Margot
Margot mía;
dime por qué es tan larga y tan corta la vida…
o es que solo somos señuelos
de alguna luz serena y caprichosa;
de un aire sumiso,
como el vino que levita en las raíces de la vid y de la cruz.
Margot…
ahora que el invierno se acurruca entre sus salmos grises
y la hojarasca crece como la vida antes de la muerte,
vengo de tu mano a contemplarte,
como la ignota estrella que se mira en la greda de las gotas.
Majestuosa mujer de mi tierra;
aquella rosa que encendía el balcón de tus cabellos,
solo fue la voz de tu sangre
que subía a mirarse con el cielo.
Margot mía...
hay una tonada llorando sus notas
en las enramadas de los panales
desde tu marcha,
y el llanto de amor de las torcazas
se ha dormido en cada cuerda de tu vieja guitarra.
Tu piano te busca como un caracol ebrio,
olfateando el altar ausente de tus manos
en cada madrugada.
El pan manso y pobre de los pobres,
ha entumecido sus labios esperándote
junto a la jarra aún humeante de los sueños.
Es tan poca la eternidad para amarte
y tan pequeñas las manos del mar,
para acariciar tu frente bajo la tierra.
Con qué fuerza te apagaste solo de eternidad;
con qué tacto la arcilla te hizo de nuevo silvestre y flama
en el leve polvo constelado de tu sino.
Ven Margot…
sube de nuevo con tu canto,
como sube en corros el aliento de la lluvia
cuando el amanecer barre con sus pupilas
el pentagrama sinuoso de las viñas.
Te imagino de niña navegando en las manos de tu madre,
saltando junto al rosal de tu vestido
y mirando por los ojos de tu padre
la folclórica armonía de las cosas…
No hay bóveda para contener tanta sustancia de amor
y de tibieza.
La muerte es solo la vida que se sumerge por un instante
a mirar de frente la vida;
al fruto que navega bajo la luz mojada de las sombras.
Margot…
el siglo que te esperaba se marchó,
como las doradas alondras de las alamedas al caer la tarde,
como el sudor en la frente de los últimos rayos del poniente.
Margot…
en qué doliente círculo estás de nuevo renaciendo;
en qué agitadas mareas terrestres
tus pequeños pies estarán melgando alguna nueva primavera.
¡Ay Margot mía!
que pequeña es la eternidad para amarte
y que solo ha quedado el airón de tu pañuelo,
entre las manos agrietadas de los sedientos arenales
de mi patria.
Mientras el medianero día avanza lamiendo sus heridas,
como el buey azotado por la sed y la picana astral del rayo
y de la escarcha;
pienso en las huellas que dejaste labradas en la volcánica piedra
de las islas,
como una estatuada flor entre las olas y los dorsos salitrosos
de sus pacientes titanes.
Margot…
madre de las tonadas;
incansable cosechera y sembradora de la cueca;
jardinera de resbalosas y del lamento lejano de los cóndores,
en la muerte la vida se hace más intensa:
¡es solo otra forma de seguir viviendo!
Así, como la azucena que en otoño teje sus pétalos bajo la tierra,
tu estás aún en tus formas y contornos,
como una bailarina entre los rayos de la oscuridad:
enhebrando los signos del canto,
besándote como un solo labio, con tu Chile amado, con tu gente,
con aquel campesino mordido por el polvo del camino,
con el crisantemo que brota inmaculado,
en las rondas de algún colegio pobre;
perdido entre la garúa sureña
o en el valle dormido tras los montes.
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