La sinceridad es un búmeran.
Sinceridad espada.
Arma de doble filo
que reconforta y daña,
que reconstruye y ablanda,
que trasiega y espanta,
arma..., que mata lenta,
que alimenta, que desnuda
el alma cuando esta se niega,
que traspone el sol tras horizontes
no vistos en las postales,
que esconde un naranja azulado,
un amarillo verdoso que se agarra
al diente musgoso de una sonrisa.
Una risa o una brisa que nace
de lo más hondo, de una fuente
de agua no potable a veces,
otras de una potabilidad
que traspasa el cuenco de las bocas,
el lebrillo neblinoso del decoro,
el cristal bohemio de la apariencia,
el nublo constante de un guiño.
Sinceridad agua clara,
tan clara que duele al mirar,
tan clara que los guijarros
que descansan en su seno
son grava que araña el temor.
Sinceridad sí, mas vestida
con lentejuelas que encandilen
las cerradas pupilas de la creencia.
Sinceridad no si es desnuda,
si arrasa la sensibilidad
de quien debe recibir
su amargo y gratificante vino.
Dámela, a pesar de los pesares.
Yo sabré ofrecerle su cuna y abrigo,
su plato hondo y su covacha,
su silla para que se siente
a mi lado y me haga su amigo
—o su amiga, si eres tú
quien me escucha—.
Sí, ven a mí y mátame lenta,
con cuchillo de plata y hierba
fresca, corte seco; sájame
con tu olor a rosa evanescente.