bajar al pozo donde bailaba un oso luna
Julio Cortázar
Hablen, tienen tres minutos
Anoche bajé al sótano
donde bailaba un oso luna.
No había sótano ni oso,
más bien era de día,
el cielo no se movía
ni a las doce ni a la una.
No pude ver su pelambre,
pero se me enredó en el aire
cuando puse en práctica los instintos reprimidos
de mi niñez,
de tocar la puerta de conocidos
y echarme a correr.
Se puede decir que estoy niñando al revés,
pero esta misión primordial no consiste
en recuperar los tiempos perdidos,
sino en perder a propósito los tiempos recuperados
por los tentáculos del sueño, ese país
donde el agua de los estanques
refleja la ilusión de que yo soy el dueño.
Pero tampoco había agua,
salvo la porción de su recuerdo
que pervive en la cerveza de la feria.
Todos giramos, como caballos de la calesita,
y jugué a esconderme de mis primos y mis tíos,
quizás sus espejos codificaban un mensaje maligno.
Me fui de todo, dispuesto o indispuesto,
pero necesitado de cargar conmigo mismo,
y entré en unas bodegas donde posiblemente
ofreciera su espectáculo el oso luna,
pero las condiciones de la atmósfera invisible
interrumpieron la transmisión
pues elegí acaso el canal
que no comprende la televisión analógica ni digital,
y está justo en medio del túnel, el portal
donde buscamos la etimología de nuestro nombre.
En resumen, toda la escenografía era falsa,
como queda el estadio de atletismo
el día después de la inauguración de las Olimpiadas.
Solo cabía autenticidad en el registro de dios,
que en este caso no era yo, sino tú:
aunque ignoras mi existencia –al menos
en el sentido de haberla atado a la tuya–,
te escondes tras la tramoya de mis paisajes oníricos,
sueltas los rostros, las ferias, los osos
y minas el terreno de trampas.
Anoche caí en una,
cuando me arrastraste a volver sobre mis pasos
para recordar quién era a mis quince años
y, espejo de tu edad,
acercarme y darte la mano,
porque de verdad no pretendo hacerte crecer
hasta mi tamaño,
sino despojarme de mi exceso de días
para estar a la medida de tus brazos.