Hiver

Tristeza en los potreros

Tristeza en los potreros

 

 

Qué tristeza hay en los potreros

estas tardes cenicientas de julio…

Como una reumática mirada todo aquí se transfigura:

el trébol se pasea con su sweater verde restregándose la piel;

por allí está botada la guitarra de una caña;

mas allá sobre una paja de trigo un Cristo enciende una fogata

colgando de su pecho.

Todo es una raíz inmensa de agua decreciendo,

creciente hacia la tierra.

Siento que cada vez que vuelvo a estas sendas

a empollar mis manos en la aérea terrenal de mis mejillas,

ya no soy el mismo…

algo se nos va de pronto,

algo pide auxilio al fondo de las cadenas.

Así como del amor emigran con el tiempo sus vocales,

siento que en la sinóptica elongación de estos viejos álamos,

hay un cansancio…

un cansancio de carnes vencidas,

de dorsales  mirándose pensativas entre la hierba.

Y esta tristeza que se arrastra como una poda de niebla,

es más humana que una lengua de pájaro en la cornisa del labio.

Por aquí ha pasado mi padre tantas veces,

que su sudor siempre está secándose la frente

bajo la higuera,

y este aroma de violetas y de panes…

es el rastro lácteo que dejó mi madre

cuando amamantaba entre los grillos las estrellas.

Allá a lo lejos veo el velamen de un caballo,

cruzando en un crustáceo este mar de soledades

y los peones siempre vuelven como un búmeran de vino

a amansar estos terrones desbocados;

en sus torreones de huesos van y vienen,

abriendo las besanas de sus tumbas.

El aire, detenido en las antenas del mimbral,

teje una ártica cesta con sus valvas de tranvía;

el arroyo arrebozado en su bufanda de platero,

me recuerda lo que soy,

solo humedal en estos gramos de materia.

¡Dios mío!

qué tristeza hay esta tarde en los potreros…

 

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