-¿Puedes responderme algo?- musité
-Dime- me contestó , aún con los ojos cerrados.
Acercándome a ella, rocé mis labios y mi mejilla con la suya. Pude comprobar que su respiración se aceleraba, y el reloj se detenía solo para regalarnos aquel instante.
Acerqué mis labios a su oreja, y con mis manos tomé las suyas. -¿Confías en mi?- le pregunté.
-...confío-dijo ella, luego de un tortuoso silencio y abriéndo sus ojos, al fin.
La ayudé a levantarse y la llevé conmigo. La noche era incipiente, esta sensación...también...
Hicimos dos kilómetros de uno de los viajes más silenciosos de mi vida.
Estacioné el auto y, con todo el temor del mundo, me ganó la amistad. Sin mirarla a la cara, le pregunté:
-¿Quieres continuar?- Ella sólo sonrió, pero tampoco volvió a verme. Nos conocíamos de toda la vida y era evidente, podíamos sentir los nervios mutuos.
Tomando mi mano, me dijo
-Ni tú, ni yo somos hombre, ni mujer que dejen las cosas a media. Andrés, esta noche no somos amigos, no somos ese par de cómplices que conocen todos sus secretos. Es más, esta noche sabremos algo que, hasta hoy, desconocíamos el uno del otro.
Sus palabras fueron contundentes y, a pesar de que queríamos obviarlo, la conocía demasiado como para reconocer ese tono de voz tan seguro con el que habló.
Entramos a la habitación, la llevaba de la mano. Volteé a verla y juro que jamás había visto nada igual.
Ahí estaba ella, tan niña, tan frágil.
Yo conocía una Julia firme, segura de sus decisiones y, más aún, de sus acciones. Pero, esa noche, la ví temblar, con sus mejillas sonrojadas y sus dedos entrelazados.
Me acerqué a ella y, para mi sorpresa, bajó la vista. Eso me desconcertó, pero no me detuve. Besé sus delicadas manos, y con suavidad, tomé su mentón y levanté su rostro; y fui ahí, por primera vez en la noche, que la mirada de Julia, se encontró con la mía...