Estoy en El Casco. Prolongo el desayuno mateando en el parque. En un rincón reparado, un banco me sirve de nido.
Un canto poco armónico, que mas que canto es un ladrido, me hace alzar los ojos. Con su vuelo de poca altura, adelantando su pico corvo como el mascarón insolente de un barco pirata, un carancho surca el océano del cielo, de invernal azul limpio.
Cra-cra festeja el carancho, surcando el cielo con su desayuno en el pico. En algún árbol solitario, hay un pichón menos en el nido. El carancho es un eterno saqueador de alegría, no puede evitarlo.
Pero el duelo de la paloma dura poco, no se enoja con el carancho, entona su dulce arrullo a los pichones vivos, que es a la vez suave llanto por el que ha perdido.
La paloma es indefensa, pero es fuerte: sabe perdonar, y cicatrizar pronto sus dolores.
Tengo caranchos cerca de mis propios pichones, y no puedo evitarlo: soy fuerte paloma y no quiero ni puedo tener la debilidad del que por un desayuno, es capaz de saquear la felicidad de un nido.