Los segundos se volvieron eternos en sus pupilas, tan simetricas, con un brillo que me hipnotizaba. No podía ni quería dejar de verla.
La tomé de la cintura con mi mano izquierda, mientras la derecha no soltaba su mentón. Sentía como temblaba, pero ya no apartaba el café de sus ojos de mi.
Acerqué mi nariz a la suya y haciendo pequeños círculos, llegué a su boca...
Estaba frente a los labios que jamás creí besar. De repente noté como su rostro se elevaba solo, su 1,65, no le impedía llegar a los otros 10 cm que la separaban de mi. Volví a mirar sus ojos, todavía sin poder creerlo. Julia, mi amiga, hoy era mi dulcinea. Sonreí y, sin más, devoré sus labios, hice mío su aliento mientras mis manos tomaban su pequeño rostro.
Recorrí con mis manos su cuello, la despojé del saco de hilo color bordó, que hacia juego con su labial, pero me separaba de su piel.
Noté que dejó de temblar y que sus manos rodeaban mi cuello.
Mis manos buscaron el cierre de su vestido, que lentamente comencé a bajar, sin dejar de beber la miel de sus labios.
Sentí su espalda desnuda y al recorrer su espina, se arqueó regalándome el paraíso que escondía frente a mi.
Besé su cuello, sus hombros. Recorrí sus brazos hasta en confín de sus manos. La tomé en mis manos y como frágil cristal, la deposité en aquellas sábanas blancas, blancas como esa nueva y pura sensación que ella despertaba en mi.
Volví a besar sus labios, ella se deshizo de mi camisa. Sentí sus dedos de ángel, caminando por mi pecho.
Mi lengua se aventuró en su piel, y recorrió sus colinas, cómo geólogo que descubre una piedra preciosa, me adueñé de esas joyas que me regalaron sus primeros gemidos.
Mi hambre crecía inusualmente y continué camino hacia su ombligo...
¡Qué placer ver como erizaba su piel y se clavaban sus uñas en las sábanas!
Recorrí con mi aliento toda su piel, y me quedé rendido a sus pies...