El idioma de un pueblo es la lámpara
de su karma.
—La lámpara maravillosa, Valle Inclán.
El destino, la energía que impulsa.
Mi lengua es mi caballo,
sobre su lomo troto,
su silla y sus arreos me sujetan,
dan campo y fonda a mi decir.
Mi lengua es mi tecnología,
herramienta, torno, barro
con que me mancho las manos
—y tras las manos los brazos,
las axilas y entra por el hueco
de las clavículas en el corazón,
marronando mis pensamientos,
mi capacidad de inventar, de crear,
de mentir y de fabular.
Todo se lo debo a mi lengua,
lengua que se hace cauce bajando
por el hueco que le presta el esófago,
llenando el estómago y digiriendo
cada palabra; su sustancia es quimo
a mi intención, y llega al intestino
para desaparecer como el macho
de una mantis —dando la vida.
El destino, mi destino...
Aquel niño que miraba a la nada
desde la ventana ociosa de su aula,
en el silencio de un receso;
los borradores echando todavía humo,
la cabeza multiplicando una realidad
aún desdibujada, incierta, y que sigue siendo...
Aquel niño, aquella lengua que nacía
a una intemperie a veces de sol,
otras de lluvia intensa y marejada;
construyendo cabriolas en el aire.
Un caballo subiendo las escaleras
hasta llegar a una clase ya llena, repleta,
tarde, llegar tarde y entrar sin permiso.
Destino, lengua, incertidumbre, creación,
construcción, impulso, la nada o el todo...
No sé.