Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, tenía que escupir. Con una actitud estoica, digna del mejor de los enfermos flemáticos, me guardaba en mis adentros bronquiales, las palabras que mi garganta y sus cuerdas vocales se tragaban ante la absurda posibilidad de escupirlos, letra por letra.
De pronto me empezaron a temblar las piernas y eche saliva en el grano de puntería. Era lo menos que podía intentar al darle rienda suelta a la expulsión de flema que asqueaba hasta el más resistente asqueroso que viviera en un nosocomio como en el que aún habitaba.
Y aquella imagen que había creado de mis pulmones era el regalo que mi madre me tenía preparado como el envoltorio mágico de enfisema crónico y E.P.O.C. escondido en lo profundo de mis bolsas respiratorias.
De tanto en tanto odiaba todo lo que era sano, pero ese odio se extinguió pronto porque aquí no tenía alimento, aquí todo estaba enfermo, separado de la vida, excluido, concentrado en la muerte.
La muerte mía tan anhelada, tan querida, que me excluía de las puertas de un infierno Dantesco solamente imaginado por mí y
por Virgilio y su Divina Comedia.
La muerte disfrazada de águila maternal y protectora de derechohabientes todos pintados de verde bandera en una institución fría, pulcra, solemne, burocrática.
La enfermedad, la mía, era una tos inexpresiva que con cada expulsión manifestaba el silente desacuerdo del olvido al que había sido condenado en el purgatorio de la soledad y el abandono de la luz que nunca llega ni llegará.
Era absolutamente un juego de azar, no había posibilidad de hacer trampas. Saldré pronto, saldré sano...no saldré.
(inspirado en un texto de Thomas Bernhard)