Dar la batalla, pelear combate a combate, contrariar hermosas damas, o cabellos de rubicundos pubis; destruir las cancelas, los parques públicos, las motos averiadas, las argollas siniestradas, en los accidentes de tráfico ferroviario. Exprimir limones en la carretera, subastar los peces infartados, los que surgen del barro, los que cauterizan con una moneda y sustraen las miradas de locos enjambres de termitas. Llenar los depósitos epistolares, concentrarse en un vestíbulo vanamente decorado, desviar y observar allí los dedos fértiles de la lluvia, su pajarería insomne y volitiva. Oh sueño, donde derivan los cristales fecundos llenos de tierra y de saliva. Miro, el paisaje lunar de los cernícalos batiéndose, no en duelo, sólo en coreografías enigmáticas, impetuosas, lanzarse sobre el carromato de los atuendos y las ropas, en aquella casa solitaria llena de quejidos y crujidos densos, oscuros, opacos. Adictos quizás a las drogas acabaron tomando posesión de ese extraño círculo de vestidos tubulares. Camellos hipnóticos vendieron su mercancía barata baratamente a los yonquis del pueblo; asimilados de los barrios pobres, donde la carestía de los alimentos sobresalía por encima del piso siempre recién regado, con olor a lejía. La intimidad la proporcionaban una serie de cubos magnéticos, de fregonas solariegas. De amplias luces visitadas por ojos inyectados en sangre, después de una extraña madrugada soportando el hipo de la risa contenida y el contraste de la saliva apelmazada por efecto de la maría acumulada en el organismo. Sus dulces tentáculos poseían con rabia infinita las papilas gustativas, los jóvenes cuerpos destartalados que, inmediatamente de aparecer, se dejaban caer sobre los sillones o sofás dispuestos por la estancia. Hermosura de lo bello, por ser bello simplemente. Azoteas llenas de luz solar, que instantáneamente, regresan a mi mente para amplificarla, para darle dotes de verosimilitud, también. Es un exceso de equipaje el que porta ya el viajero, sin embargo, siempre regreso a aquel espacio de luz y de penumbra, como si dos soles contrarios se disputaran la posesión completa y tenaz de aquellos habitáculos sinuosos. Sinuosos no por carecer de rectas en su diseño, o por no tener siquiera diseño, todas estas casas olvidadas, lo tuvieron, lo tienen, y más, en mi recuerdo, donde cohabitan sin repelerse jamás; era la penumbra interior, esa penumbra frondosa que hacía de los patios y puertas encaladas de blanco, una inmensidad azul, solemne, grávida, metamórfica, cauta. Luego están las flores, flores abiertas como dedales infinitos, como cubiertas de agua soportables, como hinchados balones de fútbol, como recámaras de bicicletas, como pálidas sartenes que la luna limpiara cada crepúsculo oloroso y fragante. ©