Descendimos la cuesta blanca, llena de balcones con geranios y otras flores inéditas, que yo solía desconocer, entregados al placer de cogernos de la mano mientras el sol crecía y se ponía rojo y hacía las veces de un farol grandioso. En la luz escurrimos el bulto, fingíamos tener de todo, pues carecíamos de casi todo. El cuerpo era lo único que poseíamos y por tanto, lo único que nos representaba. Algo así como un emblema. Nos caíamos, sonámbulos, borrachos de luz y de calor, en mitad de la pendiente, resbalando por el suelo lleno de humedad. Procedíamos entonces a aligerar nuestra carga, de zapatos sucios y libros peores, de carteras insensibles que portaban los utensilios de la escuela. Despreciando todo ese peso insoportable, admirábamos las calles que acogían nuestra algarabía, nuestro bullicio soleado y en el fondo, solitario.
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