Saúl abrió los ojos a la tenue claridad que filtraban las cortinas del amplio ventanal. El vasto satén de la almohada, recortaba el oro de sus rizos en desorden, desgajados por la frente hasta el oscuro arco de las cejas. Grandes ojos celestes, iluminan su rostro casi nacarado. Bajo la diminuta naríz, los finos labios deshechan la sonrisa de algún sueño, trunco en aquel despertar. Como el destello de las porcelanas y la cristalería en la envuelta habitación, pugnaba ya en el sedoso camisón, el esplendor de sus diecisiete años.
Sin abandonar el tibio lazo de las sábanas, Saúl repasó el tallado estante de los libros. Dejó correr la mirada hasta los finos sillones de la entrada, y tras escalar la colorida nube de los óleos, consultó el antiguo reloj de la mesa de noche, eran ya pasadas las once. Reparó entonces en el tocadiscos del gran salón. La música atravesaba el angosto pasillo, depositándose como una marea tras la puerta. Un débil gemido, le tironeó desde algún punto del salón. La idea de alguna extraña presencia en la casa, le desconcertó sobremanera. Era mediados de semana y aquella hora, aseveraba a todas luces a su padre, reclinado en la silla de la oficina. Intentó calmarse, aceptando que su imaginación le jugaba malas pasadas. Ya había recobrado la compostura cuando un lejano cuchicheo, le llegó entrecortado por los picos de la música.
De puntillas, se encaminó a la puerta. Con el oído trincado a la madera, escarbó la profundidad de la casa. Ligado a la inagotable música, un ambiguo tránsito de crujidos y susurros arañaba la acústica del salón. Entornando sigilosamente la puerta, avistó el ámplio sofá de piel. Dos hombres desnudos se devoraban a besos. Saúl palideció al descubrir a Héctor, entregándose a los brazos de un desconocido. Perdido en la sorpresa, le asaltó el recuerdo de aquel día de otoño, cuando Héctor, emocionado hasta las lágrimas, fijaba compromiso con su padre. En la amordazada claridad del salón, se recortaba el castaño de su pelo, engomado a dentelladas. Saúl detalló a gusto el anguloso rostro: las abundantes cejas sobre los grandes ojos negros, y aquella pronunciada nariz, inclinada a los albores de la boca enrojecida, boca que a gestos placenteros, revelaba el blanco inmaculado de sus dientes. Detuvo luego la mirada en el distintivo hoyuelo del mentón, propenso a desaparecer en la incipiente barba. Mas allá del pecho amplio y velludo, el erecto miembro simulaba obedecer los sismos del sexual preámbulo. Tras flagelar el sur de su ombligo, la pulida mejilla del glande, rebotaba sin éxito a los abismos de la entrepierna. Sus piernas poderosas y velludas, marcaban el impulso de aquél que persigue, el elevado estribo de una bestia en movimiento.
Devolviendo los ojos al respaldo del sofá, Saúl asestó un afilado vistazo al furtivo acompañante de Héctor. Éste era un hombre en la plenitud de sus años, de recia figura y gesto resuelto. El cabello recortado con marcada nitidez, parecía disparar al aire sus plateadas hebras. La despejada frente reclinaba su dorada ronda en la espesura de unas cejas, negras como la noche. El claro azúl de sus ojos centelleaba atravesado por la tenue luz del salón. La helénica nariz, marcaba un recto pasaje al corazón de aquellos voluptuosos labios, sitiados por un copioso bigote. Asomado a medias tras el firme cuello de Héctor, aquel hombre de rostro anguloso y barbado, había despertado en Saúl un insospechado instinto, que ahora amenazaba dominarle mas allá de la atracción.
Lanzado al laberinto de su memoria, Saúl se remontó a la engalanada tarde que su padre, les presentara durante un festejo de negocio. Adán era el mismo hombre del salón. Allá el bronceado de sus hombros, recortaba la palidez de Héctor, posado en sus piernas de dios griego. Héctor parecía suplicarle al oído, todo el rigor de su miembro, presto a penetrarle. Con el deseo galopando en las venas, Saúl siguió la ruta del velludo puño de Adán, aferrado a los tobillos de Héctor en aquel preliminar ascenso. Tumbado de espaldas, Héctor le besaba los labios en prófugo desespero, mientras él le atenazaba las tetillas, sin detener el reptíl avance de su miembro. La batalla sexual se arremolinaba sobre cobertores y cojines, que aún resistiendo el embate, terminaron contra el suelo. Los adornos del mueble contiguo, danzaban a su vez el desequilibrio letal de la caída. El salón reverberaba en la flama carnal de los amantes. La música del tocadiscos, continuaba desgranando su percusión sensual y oscura, mientras el tono profundo de sus voces, hacía rabiar de gozo los rincones de la pieza.
Aquella escala de sexo animal, a solo un paso de eyacular, fué alcanzada por el quejido de una puerta, la puerta de aquella habitación al fondo del pasillo. Un silencio profundo se instaló en los amantes. Sus turbias miradas volaron a clavarse en la retirada habitación. Desnudo tras la puerta, Saúl lamentó la consecuente delación de su torpeza. Les vió dejar el sofá en dirección al cuarto, y sin tiempo a vestir el camisón, saltó a la cama. La satinada sábana con la que cubrió su desnudez, pregonaba aquella protuberante erección que no alcanzó apaciguar.
Ya había cerrado los ojos cuando el descalzo tropel atravesaba la puerta. El calor de ambos hombres le fué acorralando hasta dejarlo desnudamente vulnerable. Adán se tendió a su lado. Héctor le alcanzó el pecho, sin detener el boomerang de su diestra revoloteando su miembro. La cálida mano de Adán, le resbaló el tembloroso abdómen, ganando tras la púbica malesa, la nudosa porfía del falo. El torrente de su respiración a oídos de Saúl, era el preludio de una penetración. De pie sobre el traqueteo del lecho, Héctor se dejó caer de rodillas al lazo de los amantes, y devorando todo cuanto alcanzaban sus ojos, depositó un beso feroz en los labios de Adán. El nevado promontorio de la almohada, recortaba la firmeza de su pierna, frotando un trecho velludo contra la boca de Saúl. Saúl advirtió la maraña de aquel pecho atrincherándose a su espalda, luego el recio miembro, penetrándole en una búsqueda lenta y profunda. Desde el extremo sur del lecho, la gran luna del vestidor le devolvía el reflejo de su rostro, levitando a tirones entre el velludo pecho de Adán, y los pálidos hombros de Héctor. Sin apartar los ojos del cristal, Saúl se abandonó al refulgente viaje de sus glúteos, preso en el vaivén de aquel duelo, que ahora le empujaba mas allá del dolor, mas allá del placer.