Apesadumbrado, inocuo, desvestido el pecho por la luz diamante que anida entre los remolinos de polvo; desconociendo la calma, cubriendo horas con el silencio ínfimo que agota el vigor de las tormentas, que aflora en estampas de oro las espigas pútridas en las mastabas. Inquieto, vehemente ante la idea de mí mismo, frente a un esqueleto de aristas y vértices poligonales, tendientes al zarco que arruina y mancha la visión de unos dientes postrados al filo de una ventana, listos para zampar al cielo, para engullir al mar, para devorar a gritos de coces la mandíbula de la que afloran.
Disimulado, oriundo del talón de un pecho, iridiscente, existiendo cuatro días bajo un mismo sol, pero baldado, extenuado por la sombra que mamó la carne, dura y blanda, desde la chorra, mamando los cueros que revisten los secretos íntimos de la pilmama, de una mañana, ¡Ah, mi piel!, esta sombra solo puede sorber llamaradas.