Despertó en mí el instinto de la duda,
el deseo del que no gozan los muertos.
Yo que atiendo, como por defecto,
El llamado del pecado que saluda.
Bien hablamos, coordinamos: disimula.
Nadie ha de enterarse del encuentro
de dos cuerpos que, en pleno campo abierto,
osaban confundirse entre la bruma.
No llegó Afrodita, sino Eros,
entre aplausos de lujuria encarnecida,
a bendecir aquella noche urgida
de ansias, humedad, y dulce exceso.
Delincuentes apresados por un beso,
pecadores asquerosos de la biblia,
envidia del solitario que en vigilia
anhela, desde lejos, estar entre ellos.
Mal ejemplo para los niños de la villa,
valientes seres, dignos de estatuilla,
amantes de la pasión y del misterio
condenados a arder en el infierno
por saltar, mientras pueden, las rodillas.