Cuando Papá murió, murió el abuelo, y yo lo vi partir pero solo vi a mi padre, cansado de vivir.
Cuándo mi abuelo murió, murió mi anhelo de ser poeta y de ser músico, y solo pude ofrecerle un par de lágrimas escondidas en la risa cuando mis manos acariciaron el ébano y marfil donde me enseñó a amar la música que me dejó como la fiel herencia de la pasión escrita en cinco líneas llenas de lunares negros.
Me dejó su risa, convertida en llanto, me dejó su historia, me dejó su rastro de seguirlo. Dejé de ser nieto, solo por un rato, distraído en ser Padre, me llenó la vida un par de hijas quienes me leían la vida, me leían la historia del abuelo Chepo, me leían el llanto cuando sin darme cuenta decidía extrañarlo, y el espejo se daría cuenta cuando me diría que heredé su bigote tupido y las arrugas de mi infancia, corriendo por un pasillo y un gato debajo del caballete que escondía un lienzo mientras yo nacía.
Yo tuve un abuelo, que iba por los montes mientras yo dormía. Yo tuve un abuelo libre como el viento, mientras mi Madre solo esperaba y esperaba.
Tuve un abuelo, que fueron dos, mientras la vida me pintaba canas, me pintaba arrugas.
Yo fui nieto fiel, al parecerme a él. Copié sus formas, imite su risa, sin poderlo conocer, sin decir palabra, sin sentir su anhelo.
Mi Padre me hablaba de su Padre ajeno y como padre entraña lo alojé en mi rostro le copie su vida.
Si lo hubiera conocido, decidiría parecerme en todo, mitad periodista, mitad poeta.
Pero mi sangre también era sonido, también era nota de un pentagrama de España, que no entendí nada, nadita, nada, por que me lo leyó en catalán un señor Clotás, ya mañana entendería.