Alberto Escobar

Lucrecia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Su belleza era una losa,
su gracia un veneno mortal,
su alegría ambrosía de dioses
—y de no tanto—
Su bucles descansando 
su gravedad sobre su rostro,
una tentación, un mar de Tántalo.
Su vestido rojo, un velo que invita,
su collarcito liviano, de un oro
que palpita la sangre, y la malogra.
Su mirada —de reojo— un desafío,
su desdén sin importancia, un anhelo,
su evanescencia, su ligereza, longilíneo
cuello que cariátide eleva a las alturas,
su languidez estudiada, su fortaleza, 
presa que no desagua, su intencionada
pose y su andar malicioso pensados
para arrastrar ejércitos en disputa.
Todo fue un valladar inexpugnable,
todo, una evocadora proclama
que levantó en urgencia mi demonio.
Fue en vano la resistencia, no hay diques
que contengan esta avalancha.
La herí de muerte, se me opuso digna,
mis espadas en todo lo alto, su uñas,
garras de leona en celo, mis hormonas
ululando cual ambulancia urgente,
sus piernas, tentáculos de tinta,
mis manos, guantes de acero, mis labios, 
puñales que al rojo se orientan,
su alegría... cediendo al peso ignominioso
de la indecencia, el recuerdo me mata. 
Aquí, en este asueto, escribo y respiro
por la herida, rodeado de barras de tedio,
esperando sentencia —solo espero una,
la que debería si la justicia vive todavía.
Imploro perdón y misericordia, 
a sus deudos y los míos.
Mi débil condición de hombre débil
fue coherente con sus términos.
Fue mucho vendaval para tan poca ventana