Cuantas veces me he quedado sentado,
mirando el horizonte,
con un dolor que se siente tan largo
y tan profundo
que me sobrevuelan los cuervos;
Cuantas veces me he quedado mirando,
aletargado, que las cosas se han hecho ave para alejarse
de mis manos, en el mediodía
pintado de blanco…
Es el río de vida que es la muerte,
que se detiene para seguir arrastrando
a los que cierran los ojos para soñar
lo que sueñan los vivos;
Es la muerte que se siente inmortal
porque aquí se muere siempre,
se muere a diario y se renace en la voz que gime
un recuerdo.
Es la gracia que se va, lentamente,
muy despacio –como un dios cruel lleno de timidez-
dejando todo en un desierto.
¡Soledad! Estepa donde se desmoronan los caminos
migratorios y se levantan paraísos trágicos,
donde triunfa el astro ciego con su flor oscura.
Voy a recoger mi llanto -¡Soledad!-
Voy a traspasar mis huesos a ese viejo árbol
que lleva un nido en su corazón
y no sabe morirse.
Voy abrir mi ventana en las noches para hacer volar
al crepúsculo con el aire y contener
la sed de muerte que crece cuando la luz reposa
en los ojos que se cierran.
Voy abrir mis venas -¡corazón!- como se abren
las rosas heridas de mi amor.