Suspendido en el aire.
Con el cartabón y la escuadra,
el sillar en la mano y todo el miedo
cosiendo cada una de mis células.
Apoyado tan solo sobre un cabestrante
que amenazaba desistir de mi peso.
Suspendido en un aire cerrado
entre las gruesas paredes
de un templo románico.
Suspendida mi vida dentro,
construyendo bóvedas de cañón
para perpetuidad de siglos y siglos.
Incierto, sin ver el cielo,
un cielo que trasciende el cielorraso,
que se adivina como cueva platónica
pero del que no existe certeza.
Mis ojos impedidos de divinidad,
vigilado por una deidad que testamenta
cada virgulilla que brota de mis manos,
cada almocárabe era supervisado
por el más Alá de los alases, siempre alerta.
Atorado en un discurso teológico.
La semana próxima se da conclusión
a los trabajos, está próximo mi asueto.
Me tengo que plantear si esta maestría
es mi esencia, si conviene a mi alma.
Estoy cansado de sentir una presencia
siempre al acecho, como sumido
de perpetuo en una adrenalina
de vida o muerte, cervatillo bajo un león.
Dejo las artes mayores y torno al campo,
donde el contacto con Dios es río que fluye.