Macedonio IV

Déjenla dormir

¡No hagan ruido!,

mi abuelita está durmiendo.

¡No hagan ruido, por favor,

que está durmiendo!

Está en paz, como siempre

lo quiso estar (y a Dios se lo pidió);

no la molesten, lo merece,

la paz que en su niñez

no pudo, quiso, pidió, rogó,

pero no pudo… Tener la paz,

ahora que profundamente duerme,

aspirar a alcanzar, puede,

¡se la merece! Yo no estuve

ahí para constatar su tristeza,

su miseria o su desdicha: sus

ojos, al hablarme de aquellas

vivencias, me hablaban.

Lo hacían con una presteza

y una sinceridad absueltas,

libres de todo lo mundano

de las palabras: no me suplicaban,

me sugerían… adentrarme al

mar de su sabiduría no

descubierta, sólo soñada,

pensada, todo aquello que la

hizo la mujer que fue

y será en sus propios sueños

(y en los nuestros).

¡No hagan ruido,

que duerme, duerme,

duerme, y yo no soy

quién para despertarla!

Duerme, duerme, y no la

culpo, de hecho, me tranquiliza

verla dormir: me recuerda

que la belleza siempre está

en aquello que vemos

todos los días

pero no magnificamos por

el tedio de la rutina

y el compás agobiante

de esta vida nuestra,

y tuya, y de todos.

Se nos escapa, qué se

puede hacer: quizá llorar

o reír, no lo tengo claro,

al menos puedo hacer algo:

¡déjenla dormir!