Hoy, a pesar de que me ha parecido corto, ha sido un día muy duro. He nacido temprano, poco después de las seis y media de la mañana, con tres kilos doscientos gramos de peso y cuarenta y seis centímetros, en un parto primerizo sin complicaciones. Antes de las siete ya andaba sin tambalearme y me defendía bien con el idioma, así que mis padres han considerado que ya era el momento de llevarme al colegio, lugar del que no he podido salir hasta las doce y pico, convertido en un hombretón. Allí, además de estudiar, he conocido a los que ya son mis amigos de toda la vida, y he tenido mis primeros e inocentes escarceos amorosos. Sin embargo, la relación con Clara ha ido a más. Tras un largo paseo hemos decidido casarnos pero como queríamos hacer las cosas sin prisas, sin precipitarnos, no hemos pasado por el altar hasta casi las dos del mediodía. Un cuarto de hora después, ya éramos tres en la familia, aunque la verdad es que he podido estar poco con mi hijo porque me he pasado toda la tarde trabajando, y cuando he regresado a casa, cansado y envejecido, él ya no estaba. Como mi mujer y yo nos sentíamos solos, hemos pasado todo el atardecer viajando, de aquí para allá, como en una segunda juventud. Al fin, abrazados en los escalones de madera de un parque, hemos visto la puesta de sol más bonita de nuestras vidas y como se hacía tarde, hemos tomado el camino de vuelta a casa. Ahora, una vez escritas estas líneas en mi diario casi en blanco, me acuesto rendido en la cama, le deseo buenas noches a Clara y a dormir. Mañana será otro día. Supongo.