En la eterna madrugada, todos somos siluetas;
ni blancos ni negros; ni socialistas o capitalistas;
sin banderas, idiomas, costumbres, fronteras;
solo sombras, trasladando el alma de un punto al otro,
pareciendo ir hacia algún punto del espacio;
quizás volviendo en búsqueda de los pasos perdidos,
acumulando rocío sobre el lomo encorvado,
que obliga la fija mirada al camino pisado.
En la acumulada oscuridad que plantea la niebla,
somos nadie; sin nombre ni historia,
argumentos que vociferar, vestidos que lucir,
vergüenzas que ocultar, falsas sonrisas que ofrecer;
introspectivos; en comunión con nosotros mismos,
con la personalidad pura, sin imposturas que abordar,
despojados de la necesidad de cuadrar en el espectro;
somos nosotros expuestos, a nuestro espejo intelectual.
En la vacía urbe, taciturna, que dispone la ausencia,
los perros irrumpen cantando, los búhos coreando
y los gatos ofician la vigilia, sigilosos desde la altura,
atentos a los detalles; expectantes, a la menor mueca de luz;
el gusano aprovecha para cruzar la calle,
mientras el escarabajo luce, sin prejuicios, su osamenta expuesta;
en tanto la hormiga se abre paso a través del tapial.
En la opacidad del terreno transitado, se camufla el pozo traicionero;
propensos al tropiezo avanzamos; vulnerables,
desnudos de avaricias, apegados a la suerte
invocando rosarios que ahuyenten el miedo,
azuzando al aura a protegernos; esotéricos.
Cobijados por lo anomia, irrumpimos barreras;
conquistando, en puertos decadentes, inútiles saberes,
disfrazados de placeres, detalles, novedades;
tan mediocres, efímeros; de tan insignificante categoría,
que ni llegan a ser, experiencias de vida.
Madrugada; de vientos en caravana barriendo el pasado,
sacudiendo el árbol, hasta deshojarlo y vestirlo de palo;
avivando fuegos a los que arrimarnos, hipnotizados,
dejándonos quemar, tan solo por sentir algo.