Alberto Escobar

Sí, entré sin permiso.

 

El sospechoso

Cerró la puerta con llave. Miró hacia atrás con desconfianza
y se guardó la llave en el bolsillo. Le detuvieron en esa postura.
Le maltrataron durante meses. Hasta que una noche confesó
(y quedó demostrado) que la llave y la casa
eran suyas. Pero nadie pudo entender
por qué había escondido su llave. De modo que
a pesar de habérsele declarado inocente, siguió siendo
                                                                                        sospechoso para todos.
                    
                                   —Yannis Ritsos—

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Así fue.
Mi nombre es Eustaquio —por si antes no lo dije—
y me quitaron en el culmen del error seis años
de mi vida por quererme ladrón de mi propia casa.
Fue mi suegra la que me denunció —sospecho que
a instancias de mi ex— y todo —pensé al tiempo 
hilvanando la lenta costura de los hechos— se debía
a que la estrategia procesal que pergeñó su equipo
de sanguijuelas pretendía mi desprestigio frente al
juez con el aciago propósito de desacreditar cualquier
argumento de defensa; era —cual diría Cicerón en
su Retórica— hacer uso del argumento ad hominen
de una manera ignominiosa y rastrera. 
Es verdad que al entrar de nuevo en su casa —digo 
su casa porque la mía reside en otro sitio— con el fin
de recoger mis últimas pertenencias haciendo uso de
una llave ya cascarillosa pero todavía en mi poder, y sin
su permiso ni conocimiento, me convertía a los ojos de 
vecinos, amigos, deudos, y del común denominador de
una sociedad prejuiciosa en una especie de ladrón, de
estuproso delincuente y violador de intimidades, pero 
mi intención era puramente esa y no otra.
Es cierto que cuando entré sentí estar en un lugar ya 
desconocido, ajeno, extraño, ya no era mi nido cuando
eran pocas las fechas que pasaron desde mi abandono.
Es verdad que ese espacio, que ayer como quien dice
era el hogar que necesario me proporcionaba las fuerzas
para seguir erguido, aparecía ante mis ojos como un error,
como si hubiera entrado en la casa del vecino de al lado.
Tal fue de inquietante para mí la experiencia que todo
lo que hice —en los escasos diez minutos que pude estar,
que fueron diez horas— lo hice lo más rápidamente que
daban mis torpes dedos, mi desmadejada cabeza y mis
fracasados ojos. Al cruzar hacia fuera el umbral fue una
verdadera y triunfal liberación: \"Nunca más\".
He de decir en honor a la verdad que todo el fuego de
artificio que estos escarceos legales supusieron fue eso,
fuego artificial, escribir sobre el agua...
Ahora, aquí recordando negro sobre blanco, disfruto de esto,
de un lugar que siempre fue mío por el hecho de ser quien
soy —aquel fue un lugar de trabajo que quise hogar y así lo
sentí mientras se me permitió, prestado, mientras mi misión
se sucedía hasta su fin, padrear, ayudar a que crecieran, ser
eslabón en una cadena de montaje.