¿De dónde ha salido ese tipo
que no puede callar ni bajo amenaza?
Sinvergüenza y presumido,
con cara de quien afirma: Ya se acabó.
Se acabó porque el asunto está cerrado
y no tengo intención de reabrirlo.
Yo me quedo con mi dolor
pero con ustedes no quiero compartir nada.
Ahora que intento reinventarme la vida
y empezar de vuelta a apilar
una piedra sobre la otra
en esta plaza vacía como un domingo de invierno,
tendré, me imagino, el derecho de hablar
si no con los demás conmigo mismo.
No voy a callar una sola palabra
de las que me suben a la boca.
Aunque nadie me escuche,
hablaré para romper el silencio.
Mis amigos ya están muertos
o demasiado viejos para preocuparse
de lo que no los afecta en persona.
El panorama de la vida pierde
la riqueza de los colores del otoño.
A través de los vidrios de la ventana
unas sombras se mueven lentas en la neblina.
Hace frío. No hay leña en la estufa
y no hay quien vaya a cortarla.
Soy yo ese viejo pendenciero
que le busca tres pies al gato
peleando con la muerte que me mira
fijándome con sus cuencas vacías
y sacude la mandíbula
formando sonidos incoherentes.
Soy yo el que siente en sus adentros
como el tictac de un reloj
el crujido de la carcoma de la duda
que excava galerías y pulveriza
hasta la madera más dura.
Soy yo el testarudo
el condenado en este desierto donde nadie
tiene tiempo ni ganas de escucharme.