Alberto Escobar

Esa biblioteca...

 

No echo de menos el vidrio y el marfil 
de esa biblioteca, sino el tiempo, el placer
que quedó guardado por siempre 
entre sus dorados anaqueles.

—Boecio en La Consolación de la Filosofía. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era cada tarde. 
Cada tarde, a las cinco de la tarde,
como clavo ante sus puertas.
Era ya costumbre inderrumbable,
dejarme navegar por los siglos,
por la sabiduría que ilustres dejaron
para el goce del venidero.
Era deslizar el dedo por entre sus lomos,
sentir que el polvo enamorado 
que nutría mi epidermis era el logos
que tanto buscaba y busco.
Era oler, meter las fauces por entre el tinte
de las letras, por entre las historias
que allí quedaban como hitos de calzada,
era sumirme en una incertidumbre deliciosa...
Era ella, ese suceder de anaqueles
lo que me llevaba a todas las estratosferas
de todos los universos posibles e imposibles.
Eran las cinco, otra vez, un día, otro y otro...
Era entrar y el vellamen de mi superficie 
ponerse en guardia, cual Marte advertido
y enhiesto, era orgasmador, nutricio, agua
al sediento, alegría contenida en grajeas.
Era siempre, y ahora —con la mediación
de una distancia insalvable y una mirada
vieja y añorante— cuando todo el cúmulo
vivido cobra sentido: No fue el oropel 
lo que me convoca a este recuerdo,
sino el tiempo, el pensamiento y el placer
que allí quedaron sepultados, empeliculados
bajo una pátina que le da esplendor,
significación, consecuencia y consistencia...