Con tu abanico
calmamos los suspiros
del corazón.
Dejaba brisa,
ternura concentrada
y algo de miel.
Y así las sombras
y pliegues de tu boca
se evaporaban.
Miré tus ojos,
serenos, sin lentillas,
parpadeando.
Leí, en tus labios,
los versos que tu alma
iba formando.
Y susurré
un nombre en tus oídos.
Te estremeciste.
¿Con qué derecho,
pensaba en ese instante,
puedo quererte?
¿Qué te ofrecían
mis manos y mis dedos,
salvo pasión?
No te importaba,
decía tu silencio.
Te abanicabas.
Rafael Sánchez Ortega ©
21/04/21