Ya nada tiene sentido; coherencia alguna. Ya hasta la idea de un mañana con un nuevo sol burlista que se jacta de ser luz del mundo me deprime. Con el pasar del tiempo, poco a poco han ido cayendo los naipes de la esperanza y tan sólo cuentan diecisiete los calendarios en mi espalda. Me agobia tener que respirar tu ausencia eónica y el frío del viento en noches llorosas.
Me cansé del calor del abrazo destructor y mi sonrisa de decencia ya no la sé usar como antes enfrente de ti. Caminar por la ciudad imaginaria y destruida de mi guerra santa pérdida solo me hace amarte más. La sed de los besos que nunca llegaron, el hambre de tu voz que jamás volveré a tener tan cerca ¡toda tú! en esencia. Mi epíteto de felicidad extraviada.
Pero ahora sólo consigo bálsamo al cerrar los ojos en la humilde y comprensiva noche que al ver mis complejos se mantiene callada, sumida en un letargo contagioso de donde saco la mísera paz con la cual sobrevivir días eternos que no dan tregua a mi dolor.
Las voces, los gritos, los susurros... El amor que cada vez es más ensordecedor, que cada vez profundiza más en mi existencia, menos sentido tiene día a día y es la furia de este amor la que más describe mi pena. Este amor que fue, es y será mi condena y consuelo.
El adiós es una calle sin salida que me lleva a ella y al dormir, sin el más mínimo decoro, le dedico las horas del final a contar mis heridas. Siempre respirando la lavanda de aquel lado de la cama que alguna vez fue bastión de valentía y que ahora atrinchera la resistencia de los harapos de cordura que me quedan, mientras el sollozo se instala en la alcoba y se roba lo que es mío: la rutina incompleta —que aunque duela—, seguirá estando conmigo.
Cada noche, cada hórrida noche; antes de que mis pensamientos acaben con la lógica, antes de caer a esa galaxia insensible, te llevo en mi oración.
Y pienso: otros amores se han ido antes, ¿por qué dueles tanto?