INCONDUCENCIAS
Enfureció la tierra, comenzaron a tronar volcanes y sus explosiones eran enloquecedoras.
A torrentes, lava avanzando hacia ciudades, tapando todo vestigio de lo que antes fue civilización. Hogares, rastros de la cultura, conocimiento, testimonio de la historia, todo, todo era arrasado.
Algunos hombres, los animales y los pájaros huían como en procesión a sitios recónditos que ni ellos conocían.
No lo sé con certeza, pero fueron meses, tal vez años de erupciones, el polvo cubría el horizonte, no se distinguía entre noche y día.
El aire, tan denso, término por matar la enfermedad que flotaba.
La lava fue devastadora, sin embargo, extrañamente los bosques, sus árboles, la llanas praderas quedaron intactas, los ríos seguían en su cauce y los mares resultaron ser cobijo de la roca que ya fría ya no tenía donde ir.
La vida no comenzaba en el cemento. Los hombres se refugiaron en los bosques, en los prados, durmieron en la fronda, en las copas de los arboles, en armonía con la nueva naturaleza.
Y pesar a la perpetua oscuridad, a la intemperie, al olor a carne quemada, como inventados por un sueño un hombre y una mujer se incorporan, se acarician y tomados de la mano miraron al escaso resplandor que quedaba de sol.
—“Sería bueno que nos quiten las desgracias” —gritaron.
Y cuando el alma brilla florecen azucenas en el vientre- Un viento inaudito saqueó la eternidad del eclipse, una aurora boreal nacía desde cada una de las bocas, y navegaron barcos en el pecho de los hombres.
El resplandor se acunó en el corazón, ese hombre y esa mujer, desnudos, recostados en la hierba concibieron comunión en sus cuerpos. Renació el amor, y fue el milagro quien desperezó nuevamente el primer amanecer.
Aun puede ser esperanza.
Anton C. Faya