El amo es quien santifica su templo.
En él, los inciensos de otros dioses no tienen poder de trastocarlo, ni su ser ni sus recuerdos.
Sus columnas son brazos de hierro cirniéndose en el abrazo invisible.
El viento ausente de ventanas son las palabras deslizándose entre sus rincones tibios.
Su música silenciosa es cada parlamento franco que le arropa.
Sus piel le es luciérnaga en su mismo espacio.
El amo entonces, sapiente del polvo que profana su iridiscente comunión aguardará cual centinela tras su fortaleza.
Su Templo está delicadamente dispuesto.
Es devocionario para sí para ser adorado como adorar.
Su sacrilegio es temor de temores pero el estremecer de sus almas es su escudo.
El miedo es el intruso del extrañamiento.
La llave se perdió la última noche de oscuridad.
No precisa salir de entre los muros de su cuerpo, ni el altar recibe otra ofrenda más sagrada que la marca indeleble
de su profunda muñeca.
Yamel Murillo
Mascaradas ©
D.R. 2019