El odio es uno
de los vestidos
del miedo.
Juan Pedro Cosano en «Llamé al cielo y no me oyó»
Pareciera que todos los santos se confabularon contra una pecaminosa humanidad.
Fue temprano, apenas de mañana, y fueron escasos minutos semejantes a horas
y horas semejantes a años... El caso es que Jerez recibió ese día a un sol llorante,
a un dios vencido por las exigencias de una naturaleza inaudita, una queja que procedía
de las entrañas de la tierra y naciente a muchos kilómetros de distancia, bajo Lisboa.
Las casas más viejas, ya achacosas, no resistieron el embate y con ella fueron al olvido
muchos de los vecinos de una ciudad que presumía de burguesía y oropel, de vinos
y de yeguadas, de fiesta, alegría y cante, donde la opulencia y la miseria se daban la mano
con extraña y fascinante naturalidad.
Corrían las medianías del siglo de las luces —al decir del francés— y Juan, el abogado de
pobres solo existente en los contornos, yacía bajo la improvisada tabla de salvación
que el azar colocó por encima de su cuerpo, cuando le sorprendió el seísmo en plena
lectura de los legajos del caso que traía entre manos. En cuanto tomó noción de sí mismo
fue como rayo a buscar a su mujer e hijos, durmiendo, ignotos del infierno que surgiera
de repente y yertos, inanes. Los agitó y gritó sus nombres sin que respondieran, ya fríos
pero seguía zarandeando la esperanza, la resurrección solo posible en los libros de santos
que tanto leyera en la escuela, las lágrimas recorriendo raudas mejillas abajo, lágrimas
negras, negro porvenir, negro luto sobre una mente que debía prestarse a su trabajo...
Logró al fin salir de su casa tras sortear un sinfín de obstáculos y clamó al cielo su tristeza.
La calle, de un desierto ensordecedor, no acudió a su auxilio, el panorama era un show
de vigas desnudas, de paredes despellejadas, de techumbre vencida e innecesaria, de
empedrado sin piedra, de hogares sin fuego, sin almas, vacío repleto de desgracia.
En el colmo del marasmo alguien o algo tocó con el dedo su espalda ¿Quién sería?