Me atan al pasado los recuerdos,
el brillo que sobre esta noche late
mezclando en la conciencia tantas cosas.
Saber cuándo y por qué pasó la vida,
aquel paisaje en otros días más claros
que la memoria llena de imágenes.
Hay más allá un reino con difuntos,
su estampa habita lúcida y distante
como un reloj que marca las ausencias.
En la añoranza dentro de estas fotos,
a salvo del abismo que dibujan
los brillos de ayer en otra edad.
Levanto la cabeza, me deslumbro
con las visiones de antiguos afectos:
mi abuela frente a la paz del crepúsculo,
el hielo de los años sostenido
en su mirada frágil y desnuda.
Decir yo no sabría tan honda pena
que fluye hasta sus sueños acabados.
Toco ahora de la infancia los pedazos,
sonido en lo oscuro del patio espectral.
Regresa mi madre igual que un espejismo
a la distancia de calles enormes.
Hay veces que la imagino al lado,
vejez inmóvil donde nada queda
bajo el sol de la tarde quebradiza.
Lugares que echo de menos a menudo,
tan muerto quedó todo y ya no existe.
Los años dejan su inefable marca,
retratos de familia sin futuro.
Descubro al tío Emilio a lo lejos
leyendo un libro de Poe en el alba honda,
sus ojos grandes, huidizos de enfermo.
Nostálgicas, con un escalofrío
las huellas de esas caras frente a mí.
El tiempo se va, nada lo detiene,
la vida es breve y se tornará polvo
en un presente de sombras anónimas.
Cruciales rostros hace muchos años
que llevan hasta aquí su ternura,
acaso sólo nos quede la noche.