Como Nabucodonosor II,
que soñó con una diosa
con pies de barro.
—Libro de Daniel—
Desperté.
Tenté el rocío de las sábanas
a derecha e izquierda, no estaba...
Sentí de súbito una ausencia,
un desamparo, un precipicio
que hondonaba el congelado algodón
dentro de la almohada, el colchón
expresó su impotencia, el somier
claudicaba mediante firma
la derrota, la guerra sucedió
sin que hubiera recibido declaración
alguna, sin los trámites estipulados,
sin reuniones diplomáticas
para acercar posturas, de súbito.
Sigo tentando la hiel de las sábanas,
sigo sin dar crédito, le soñé, aún
sigo soñándole mientras la lucidez
de este sueño me convence
de que no está ya, no es posible.
Huelo. Acerco la nariz a su porción
de almohada por si todavía
quedara un resquicio de ella,
una especie de suspiro, algo
que le perteneciera, que quedara
como remanso suspendido aquí,
en esta habitación lúgubre,
en este escenario de sainete y entremés,
en esta farsa, sin apuntador ni telón.
Sigo sin dar crédito, tiento, intento
pensar que solo ha ido a comprar tabaco
y volverá después de recibir del quiosquero
el cambio a una moneda falsa, sigo...
Decido al fin levantarme, aúno fuerzas,
cojo el teléfono y llamo, no contesta.
Lloro terrible su vacío, huelo las prendas
que olvidó por prisas en la colada
de la ropa sucia, a ver si retengo su alma, aquí.
Oigo el timbre del portero, cartero comercial,
abro, desolación, le dejo un guasa por si...
Llaman al timbre, miro por la mirilla, es ella.
Abro raudo, me tiembla hasta el nombre,
le pregunto dónde, dijo que a por el pan,
le contesté que por qué tan temprano,
dijo que no era tan temprano, las nueve,
pensé que eran las ocho, me dijo que ayer
cambiaron la hora, estamos en noviembre
y entra el horario de invierno, menos mal dije.
Qué pesadilla más tonta he tenido...